Romance sonámbulo

Lee este poema y contesta las siguientes preguntas:

1. Analiza métricamente  los primeros ocho versos y su rima.

2. Los romances de Lorca son poemas líricos, dramáticos y narrativos. Intenta hacer un breve resumen del argumento narrativo de este poema e indica el tipo de narrador.

3. En el texto se mezclan elementos tradicionales y vanguardistas. Busca dos ejemplos de metáforas y un ejemplo de visión.

4. El segundo poema es un romance del Duque de Rivas. Tienen en común el hecho de ser ambos un romance, pero ¿encuentras también similitudes en el argumento? Di cuáles.

LORCA

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.

              *

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde…?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

              *

Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

              *

Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.

              *

Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

              *

Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche su puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

2 de agosto de 1924

Federico García Lorca

 

La vuelta deseada

I

     Entre aquellos olivares    
  que Torreblanca domina    
  y ciñen de un lado y otro    
  el camino de Sevilla,    
      por un atajo atraviesa,    
  para llegar más de prisa,    
  una carretela verde    
  con una gran baca encima;    
      toda cubierta de barro,    
  tableros, muelles y viga,    
  de barro seco y reciente    
  y de tierras muy distintas.    
      Cuatro andaluces caballos,    
  que en torno lodo salpican,    
  en humo y sudor envueltos    
  de ella presurosos tiran;    
      y del postillón las voces    
  con que los nombra y anima,    
  del látigo los chasquidos    
  que los acosan y hostigan,    
      el son de los cascabeles,    
  y el de las ruedas que giran    
  rápidas, tras sí dejando    
  dos huellas no interrumpidas,    
      forman estruendo confuso,    
  y que viene posta avisan    
  a los carros y arrïeros,    
  que hacia un lado se desvían.    
      Dentro de la carretela    
  un hombre aún joven camina,    
  que revuelve a todos lados    
  la desencajada vista.    
      Es Vargas: alegre torna    
  de su patria a las delicias    
  después de vagar seis años    
  emigrado en otros climas.    
      Antiguos amigos halla    
  en cuantos objetos mira,    
  y en árboles, tapias, lindes,    
  dulces memorias antiguas:    
      lo pasado y lo presente    
  anudando va, y delira    
  entre esperanzas risueñas    
  y entre ya pasadas dichas.    

      Trastornos, persecuciones,    
  desventuras, injusticias,    
  en sus más floridos años    
  lo arrancaron de Sevilla,    
      abandonando riquezas,    
  honores, nombre y familia,    
  y dejándose allí el alma    
  en el pecho de Jacinta.    
      Jacinta, encanto y adorno    
  de toda la Andalucía;    
  y por sus luengas pestañas,    
  por su apacible sonrisa,    
      por los graciosos hoyuelos    
  que avaloran sus mejillas,    
  por su cuerpo primoroso    
  y por sus formas divinas,    
      por su gracia y su talento    
  y su modestia expresiva,    
  el hechizo de los hombres,    
  de las mujeres la envidia.    
      Diez y seis años contaba    
  cuando Vargas, ¡alta dicha!,    
  logró conmover su pecho    
  y agitar su alma sencilla,    
      al par que el amable joven    
  ardió en la pasión más viva,    
  al mirar a una doncella    
  tan inocente y tan linda.    
      En sus puros corazones    
  creció desde la hora misma,    
  y el trato y correspondencia    
  acrecentó en pocos días,    
      un primer amor de aquellos    
  que las estrellas combinan,    
  amor que de dos personas    
  el Destino eterno fija.    
      En los lazos de himeneo    
  a unirse dichosos iban,    
  con el aplauso felice    
  de sus contentas familias,    
      cuando se alzó tronadora    
  la borrasca embravecida,    
  que, ¡infelices!, confundiolos    
  del infortunio en la sima.    

      Seis años, ¡oh cuán eternos!,    
  Vargas por tierras distintas    
  huyó infelice, luchando    
  del Destino con las iras,    
      sin encontrar de consuelo    
  ni de esperanza mezquina,    
  un solo sueño de noche,    
  un solo rayo de día.    
      Las extranjeras beldades    
  estatuas le parecían;    
  las ciudades opulentas    
  que el orbe orgulloso admira,    
      desiertos… ¡Ay!, pero puede    
  feliz llamarse en sus cuitas,    
  venturoso en su destierro,    
  fortunado en sus desdichas.    
      Creció el amor con la ausencia    
  en el pecho de Jacinta,    
  que la distancia y el tiempo    
  al que es verdadero afirman.    
      De cuando en cuando se cruzan    
  papeles que lo acreditan,    
  cartas trazadas con llanto,    
  cartas con el alma escritas.    

II

     Todo en el mundo es mudable,    
  ni el bien ni el mal son eternos:    
  La apacible primavera    
  sigue al rigoroso invierno;    
      a la oscura noche el día,    
  y a la borrasca, que al cielo    
  empañó con densas nubes    
  y asustó con rudos truenos,    
      la calma serena y pura.    
  Así suelen a los tiempos    
  de desventuras y llantos,    
  seguir de paz y consuelo.    
      Del Rhin en la orilla helada,    
  abrumado de sí mesmo,    
  Vargas proscripto gemía,    
  su fortuna maldiciendo,    
      cuando noticias recibe    
  de que la patria le ha abierto    
  las puertas… Júzgalo absorto    
  ilusión de su deseo;    
      mas Jacinta se lo escribe,    
  y cuanto ella dice, es cierto.    
  Otra carta… de la madre    
  de Jacinta… que al momento    
      vuele a Sevilla, le ruega,    
  en donde dará Himeneo,    
  el día de su llegada,    
  a tan constante amor premio.    

      No la paloma, que presa    
  llora en doloroso encierro,    
  si acaso un resquicio mira,    
  tiende apresurado el vuelo    
      hacia el palomar y nido,    
  en donde vio el sol primero;    
  ni el torrente, a quien contuvo    
  el malecón interpuesto,    
      en cuanto lo encuentra roto,    
  se arroja a su antiguo lecho,    
  y por él se precipita    
  hacia la mar, que es su centro,    
      tan veloces como Vargas;    
  corre, sin tomar resuello,    
  a Sevilla: los instantes    
  son para él siglos eternos.    
      Montes, llanuras, ciudades,    
  ríos, Estados diversos    
  atrás deja, y los caballos    
  de tardos acusa y lentos.    
      Ya salva las altas cumbres    
  del nevado Pirineo,    
  y entra en España; ya escucha    
  la lengua de sus abuelos…    
      ¿Qué importa? Ni un solo instante    
  retarda su raudo vuelo.    
  Halla a cada paso amigos,    
  halla intereses y deudos:    
      No se para, corre, corre,    
  que tiene en Sevilla puesto    
  su afán, y hasta que descubra    
  la Giralda, no hay sosiego.    

      Apenas ha quince días    
  que en las márgenes del Reno    
  de su Jacinta la carta    
  leyó, juzgándolo sueño,    
      y los caños de Carmona    
  ve a su siniestra creciendo,    
  y al frente la antigua puerta,    
  para él la puerta del cielo.    
      Cualquiera mujer que mira    
  en mantilla y de paseo,    
  que es Jacinta que le espera,    
  juzga, y le palpita el pecho.    
      Al llegar se desengaña,    
  y en otra que ve más lejos…    
  Jacinta fuera de casa    
  está, sí; sale a su encuentro.    
      Era en punto mediodía:    
  Entra por fin, y molestos    
  los guardas el carruaje    
  detienen corto momento.    
      Los maldice y les da oro,    
  porque le detengan menos:    
  «Corre», al postillón le grita,    
  y torna a marchar de nuevo.    
      Por las retorcidas calles    
  echa pestes y reniegos    
  a cada lenta carreta,    
  a cada corro interpuesto,    
      que a templar el paso obliga    
  de los caballos ligeros,    
  y anheloso a verse llega    
  de la ciudad en el centro.    
      Oye de fúnebres cantos    
  el triste son desde lejos,    
  se aproxima, y por la calle    
  que va a tomar, un entierro    
      pasa. Con hachas de cera,    
  pobres, vestidos de negro,    
  van de dos en dos; los siguen    
  las cofradías; a lento    
      paso un féretro se acerca    
  con una palma y corona    
  de un blanco paño cubierto,    
  de blancas flores… ¡Agüero    
      terrible!, que es de doncella    
  principal y de respeto    
  el funeral le parece…    
  Hierve taciturno el pueblo    
      en derredor. Manda Vargas,    
  turbado con tal encuentro,    
  que tome por otra calle,    
  al postillón. Revolviendo    
      este los caballos, torna    
  por un callejón estrecho,    
  y a la calle ansiada llega    
  después de corto rodeo.    
      Mucha gente en los balcones    
  está, mostrando en sus gestos    
  sorpresa de que en tal día    
  llegue a la casa un viajero.    

      Párase la carretela;    
  la puerta está abierta, yermos    
  el ancho portal y el patio;    
  reina en la casa el silencio.    
      De un salto Vargas se apea,    
  corre a la escalera presto,    
  de ella por un lado y otro    
  de cera advierte un reguero    
      reciente. Veloz la sube,    
  abre la mampara… ¡Cielos!    
  Colgada está la antesala    
  en redor con paños negros.    
      Enlutada una gran mesa    
  mira colocada en medio,    
  y en sus cuatro ángulos arden,    
  sobre cuatro candeleros    
      de plata, cándidas velas    
  consumidas casi: el suelo    
  cubren deshojadas flores,    
  siemprevivas y romero.    
      ¡Dios!… ¡Pobre Vargas! Absorto,    
  sin voz, sin alma, y en hielo    
  convertido, ni respira.    
  Ojos cual los de un espectro    
      gira en derredor; se ahoga    
  sin respiración su pecho.    
  Volviendo en sí un corto instante,    
  oye llorar allá dentro;    
      cuando se abre lentamente    
  una puerta que al momento    
  se cierra, y un sacerdote    
  que por ella sale, lleno    
      de lágrimas el semblante    
  (de dar en vano consuelo    
  viene a una madre infelice),    
  queda inmoble a Vargas viendo.    
      Vargas lo mira, y no alienta;    
  mas tras de breve silencio    
  rompe al cabo, y le pregunta    
  con un angustiado esfuerzo:    
      «¿Dónde está?» Quedose helada    
  su lengua. Fáltale aliento    
  al turbado sacerdote,    
  y con agitado aspecto    
      alza el rostro, y levantando    
  la diestra, señala al cielo.    
  Vargas le comprende; arroja    
  un alarido de infierno;    
      huye veloz, la escalera    
  baja delirante, ciego,    
  nada ve, corre cual loco    
  por las calles, y muy presto    
      desaparece. En Sevilla    
  la noticia cunde luego    
  de su llegada; le buscan    
  sus amigos y sus deudos.    
      Todo, todo en vano; algunos    
  dan señas de que le vieron    
  junto a la Torre del Oro,    
  cuando el sol ya estaba puesto.    

      En un remanso, que forma    
  el Guadalquivir, no lejos    
  de Guelves, a las dos noches    
  unos pescadores vieron,    
      a la luz de escasa luna,    
  de un joven ahogado el cuerpo,    
  vestido aún. Procuraron    
  compasivos recogerlo;    
      pero al llegar con la barca,    
  y al agitar con los remos    
  el agua, veloz corriente    
  llevó el cadáver. Suspensos    
      siguiéronlo un corto rato    
  con los ojos, y muy presto    
  fue leve punto en las aguas,    
  y de vista lo perdieron.