1º ESO

EL PUNTO

Así pues, necesitas saber en qué consiste este signo y cómo utilizarlo si quieres mejorar tu escritura. Por eso te invitamos a leer este post, en el que encontrarás toda la información al respecto acompañada de ejemplos y ejercicios.

Definición del punto

El punto es un signo ortográfico que señala el fin o término de una oración o enunciado.

Por ende, el punto es un signo que permite finalizar una idea y dar paso a otra, ya sea en el mismo párrafo o en uno distinto. Y siempre la primera letra que sigue después irá en mayúsculas.

Por otra parte, a nivel de lectura oral el punto representa la mayor pausa posible, más que cualquier otro signo de su tipo. De esa forma, cuando nos lo encontremos mientras leemos debemos hacer una pausa larga. Al menos un poco más que con un punto y coma, una coma o los dos puntos.

¿Cuándo se usa el punto?

El punto se usa cuando estamos ante cualquier enunciado que no sea interrogativo ni exclamativo.

Esa es una condición indispensable, porque de lo contrario cometeríamos un error. Pero quizás no tengamos claro cómo son los diferentes tipos de enunciados, así que veamos rápidamente en qué consisten:

  • Enunciado normal: no contiene ni preguntas directas ni exclamaciones que representen alegría o sorpresa. Por ejemplo, “la luz es muy intensa”.
  • Enunciado interrogativo: en este tipo de enunciados se introduce una pregunta de manera directa. Un ejemplo sería “¿cuándo piensas venir a recogerme?”.
  • Enunciado exclamativo: en estos enunciados hay una exclamación dentro de ellos que funciona para añadir un tono de emoción, como sucede en “¡qué rápido llegaste!”.

De todos ellos tan solo en el primer caso podemos utilizar un punto para concluir la oración. Más adelante retomaremos esto. Por ahora simplemente recordemos cuándo podemos usar el signo y cuándo no.

Tipos de puntos

Aunque el punto es en sí mismo un signo único, lo cierto es que podemos clasificarlo en tres tipos distintos. La diferencia entre ellos es qué tan grande es la separación que representan.

Es decir, un punto puede separar ideas que permanezcan juntas en un mismo renglón o en otra línea, o que incluso cierren un texto. Es de ese modo como tenemos:

Punto y seguido

El punto y seguido es el que separa enunciados que continúan juntos en la misma línea o renglón.

A este punto se le llama a veces “punto seguido”. Si bien ese nombre no es realmente un error, te recomendamos llamarlo “punto y seguido”, ya que es mucho más correcto y lógico. Este tipo de punto, por la función que representa, es el que nos permite separar ideas dentro de un mismo párrafo.

Como ejemplos de punto y seguido podríamos tomar los que están a continuación:

  • “Mientras tomábamos el café todo se empezó a sacudir. Creímos que era un sismo, por lo que de inmediato escapamos”.
  • “Juliana García escribió recientemente un nuevo libro. En él se atreve a desmentir muchos de los mitos mitológicos clásicos”.

Punto y aparte

El punto y aparte es el que separa un párrafo de otro.

En otras palabras, este tipo de punto es el que se encarga de separar un enunciado de otro que inicia un nuevo párrafo. Por lo tanto, las oraciones van en renglones o líneas distintas. Siendo así, esa segunda línea debe iniciar con un margen mayor, o sea, con sangría.

Al punto y aparte se le conoce como “punto aparte” en ciertos países de América. Nuevamente, lo más ideal es que optemos por el primer nombre.

En cuanto a los ejemplos de punto y aparte podemos considerar los siguientes:

  • “El accidente de la noche de ayer provocó muchas más muertes de las que se había estimado.
    En otras noticias, la cercanía de las próximas elecciones ha sido un tema muy discutido a lo largo de esta semana…”.
  • “La reina Victoria Eugenia falleció hace casi un siglo, en una tierra bastante lejana de su patria.
    Al día de hoy, sus descendientes recuerdan su valor, su extraordinario carisma y su perspectiva visionaria sobre el futuro del mundo moderno”.

Punto final

El punto final es el que cierra el capítulo de un texto, o hasta una obra entera.

Este tipo de punto es, básicamente, el que divide las secciones de un libro o el que lo concluye por completo. Por consiguiente, no debería haber ningún enunciado ni párrafo después.

Tal como sucede con los tipos anteriores, el punto final también tiene un segundo nombre: “punto y final”. Está claro que se lo llama así debido a que los otros llevan una “y” en el medio, y las personas creen automáticamente que en este caso es igual de válido.

Sin embargo, no lo es. Decir “punto y final” es por completo un error. En los otros puntos sencillamente era preferible optar por un nombre, pero aquí no es algo opcional. Debemos evitar llamarlo así.

Entre otros ejemplos de punto final podemos tomar estos:

  • “La sentencia fue crucial para que lo dejaran en la prisión. Gracias a eso ya nunca será capaz de lastimar a ningún ser humano”.
  • “El profesor ordenó a todos los alumnos que guardaran silencio. Fue entonces cuando por fin pudo desarrollar sin miedo el tema de la clase”.

Si cada ejemplo fuese parte del último renglón del capítulo de un libro o del final de este, los puntos finales serían los que están luego de las comillas.

Otro ejemplo de punto final es el que colocaremos en la última línea de este post.

¿Para qué sirve el punto?

El punto sirve principalmente para separar o concluir ideas, oraciones, enunciados y párrafos.

Esa es su función en general y la más importante de todas. No obstante, si queremos dominar bien este signo de puntuación debemos conocer todos los demás usos. Podemos resumirlos en tres:

Para marcar el final de oraciones y párrafos Este es el uso básico y primordial del punto. En pocas palabras, se trata de separar o concluir una oración con el fin de dar paso a la siguiente.

La razón para hacer la separación tiene que ver con el orden de las ideas que estamos trabajando. Cuando vamos a introducir una que se aleja de la anterior, lo mejor es optar por un punto. El tipo a usar dependerá de qué tanto se aleje:

  • “Las normas de esta casa son muy fuertes. Por eso prefiero irme y encontrar mi propia residencia, donde podré actuar con total libertad”.
  • “La realidad es que tras todos los esfuerzos fue imposible rescatar a los ciudadanos del volcán.
    Desde luego, ya ha habido tragedias así, por lo que se ha pensado en…”.

En el primer caso usamos un punto y seguido, ya que la idea que aparece a continuación está directamente relacionada con la anterior.

En cambio, en el segundo optamos por utilizar un punto y aparte. El motivo es que en la segunda no se continúa lo que dice la primera, a pesar de que sí hay una evidente relación de sentido entre las dos oraciones.

Sea como sea, existe una conexión entre las oraciones aunque estén separadas. Y la separación debe basarse en qué tanto se acercan o se alejan. Por su lado, el punto final es mucho más sencillo de usar. Debemos recurrir a él cuando estemos seguros de se encuentra listo el texto que escribimos y podemos concluirlo:

  • “De cualquier manera, todo lo expuesto hasta aquí sirve como una pequeña presentación de la historia general del cristianismo. Una revisión más profunda permitirá al lector tener una perspectiva más precisa”.

Imaginemos que ese otro ejemplo es el final de un libro. Podemos notar que se está concluyendo el tema que trata, y eso lo hace perfecto para colocar el punto final.

Para cerrar una abreviatura

El punto sirve también cuando queremos cerrar una abreviatura, como por ejemplo “Dr.” o “Sr.”. Por norma general, las abreviaturas llevan siempre el punto, que actúa como signo de cierre. Sin embargo, hay tres excepciones que debemos tener presentes:

  • Abreviaturas con barra: “c/”, que equivale a “calle”, y “c/c”, que se refiere a “cuenta corriente”. En este caso la barra sustituye al punto. Pero si la abreviatura cierra la oración o el párrafo sí se le añade, c/c.
  • Abreviaturas con letras voladas: “Sr.a”. Lo normal sería escribir “Sra.”, aunque si escogemos este otro estilo el punto debe ir antes de la letra volada como tal.
  • Abreviaturas entre paréntesis: como por ejemplo “(a)”, que equivale a “alias”. Aquí el segundo paréntesis reemplaza al punto, y este último puede aparecer solo si la abreviatura concluye el enunciado.

Además de esas excepciones puede ocurrir que nos encontremos con una abreviatura seguida de puntos suspensivos (que son tres puntos seguidos). Cuando esto ocurra debemos colocar también el punto de la abreviatura:

  • “Lo cierto es que la Sra.… no quiere que nadie sepa que vino a verse con nosotros, porque teme que algo como eso pueda comprometer su privacidad”.
  • “El problema real es que no sé del todo si ese Sr…. pueda tener alguna relación con la catástrofe de ayer”.

Otra posibilidad es que la abreviatura esté al final de la oración. Si eso ocurre, el punto de la abreviatura actúa como punto de cierre (ya sea punto y seguido, punto y aparte o punto final):

  • “Antes que escucharte a ti prefiero hacerle caso al Dr.
    De todos modos, lo peor que puede pasar es que esta enfermedad acabe con mi vida”.

Para señalar siglas en enunciados con mayúsculas

En otras épocas se usaba mucho el punto para indicar siglas. Pero al día de hoy ya no es necesario, a menos que se hallen dentro de un enunciado que esté completamente en mayúsculas:

  • “REGISTRO SEMANAL DE LAS JORNADAS DE LA O.T.A.N.”.

Uso del punto con otros signos

El punto puede estar acompañado de otros signos de puntuación en cualquier enunciado o párrafo. Según cuál signo sea, habrá una forma en la que deban estar juntos para que no haya ningún error de tipo ortográfico.

A continuación explicaremos brevemente cómo proceder con cada uno:

Con comillas, rayas de cierre o paréntesis

Es común preguntarse si el punto va antes o después de las comillas. La respuesta es sencilla: siempre debe ir después. Lo mismo aplica con los paréntesis y las rayas (o guiones largos) de cierre:

  • Ella me dijo: “No puedes hacer esto sin supervisión”.
  • Ese día fui hasta allá para conocer a Esteban (el nieto de Alfonso).
  • Yo lo maté —me confesó ella—. Pero no era esa mi intención.

Con signos de interrogación o exclamación

Los signos de interrogación y de exclamación pueden concluir un enunciado, de modo que no necesitamos colocar un punto luego de ellos:

  • ¿Quién quiere venir a ayudarme?
  • ¿Cómo podríamos resolver esto?
  • ¡Estás loco si piensas que te dejaré entrar!

Por esa razón al principio del post dijimos que con enunciados interrogativos o exclamativos no podemos usar el punto: la función de concluir la oración pasa a ser del signo de cierre, ya sea de exclamación o de interrogación.

Por otro lado, hay la posibilidad de que nos topemos con unas comillas. En ese caso, sí colocamos un punto, pero después de ellas y no de los signos:

  • Entonces me preguntó: “¿Algún día te fijarás en mí?”.

EXAMEN DE LITERATURA. 1º DE ESO. 3ª EVALUACIÓN. 3 PUNTOS

  1. Analiza métricamente los ocho primeros versos del texto A e indica la rima. Señala también el tipo de poema no estrófico de que se trata. 1 punto

  2. Haz un resumen del texto. 0,5 puntos

  3. Explica los siguientes conceptos: lírica, rima asonante, soneto, arte mayor, mito. 1 punto

  4. Identifica en los ejemplos un tópico literario: 0, 5 puntos

  1.  a)«… me encontré en un prado verde, intacto,

bien poblado de muchas flores, un lugar codiciable

para el hombre cansado».                                     Gonzalo de Berceo.

b) Voy a reír, voy a bailar

Vivir mi vida, la-la-la-la

Voy a reír, voy a gozar

Vivir mi vida, la-la-la-la. Marc Anthony

TEXTO A

En los montes más oscuros

que tiene la morería

lavaba una mora guapa,

lavaba una mora linda.

Lavaba su linda ropa

tendía en las alegrías

y vio en ella un caballero

que estas palabras decía:

Apártate, mora guapa,

apártate, mora linda,

que va a beber mi caballo

agua clara y cristalina.

No soy mora, caballero.

que soy cristiana cautiva.

Al subir aquellos montes,

la mora llora y sufría.

¿Por qué lloras, mora guapa?

¿Por qué lloras, mora linda?

Lloro porque en estos montes

mi padre a cazar venía

y a mi hermano Bernabé

de compañero traía.

¿Y qué oigo, madre santa?

¿Y qué oigo, madre mía?

Creyendo traer esposa,

traigo a mi hermana cautiva.

Abra usted la puerta, madre,

balcones y galerías,

que aquí le traigo a su hija,

la que usted tanto quería,

la que le quitaba el sueño

de noche y también de día.

SIMULACRO DE EXAMEN DE SUSTANTIVOS. 1º DE ESO. 2ª EVALUACIÓN.

  1. Define los siguientes conceptos: sustantivo en sus tres definiciones, sustantivo abstracto, artículo determinado.
  2. Clasifica los sustantivos siguientes poniendo el signo X:
propio común contable incontable individual colectivo concreto abstracto
ALAMEDA
LENTEJA
SÁNCHEZ
ACEITE
ALEGRÍA
  1. Copia los sustantivos que encuentres en el texto:

 El marciano llegó en una nave reducida, casi portátil, algo así como un Volkswagen del espacio. Además de su propia lengua, sólo hablaba inglés, pero no el de la BBC sino el de Shakespeare, o sea que a cada rato decía thou en vez de you.

      Cuando la cápsula de bolsillo aterrizó en Piccadilly Circus, fue inmediatamente rodeada por 20 curiosos y 130 periodistas. El viajero abrió la ventanilla de la minúscula nave y asomó su cabeza, que para asombro de los presentes no tenía antenas sino una boina casi vasca.

CUENTOS Y LECTURAS  DE 1º ESO. PRIMER TRIMESTRE.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE CHARLES DICKENS

LECTURAS DEL SEGUNDO TRIMESTRE:

1º D: CUATRO CORAZONES CON FRENO Y MARCHA ATRÁS. ENRIQUE JARDIEL PONCELA. (SE COMIENZA A LEER  A PARTIR DE LA PÁGINA 18).

1º H: MELOCOTÓN EN ALMÍBAR. MIGUEL MIHURA.

El corazón delator
[Cuento. Texto completo]Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN

Cuento VII
De lo que aconteció a una mujer que le decían doña Truhana
[Cuento. Texto completo]Juan Manuel
Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio en esta guisa:-Patronio, un hombre me dijo una razón y mostrome la manera cómo podía ser. Y bien os digo que tantas maneras de aprovechamiento hay en ella que, si Dios quiere que se haga así como él me dijo, que sería mucho de pro pues tantas cosas son que nacen las unas de las otras que al cabo es muy gran hecho además.Y contó a Patronio la manera cómo podría ser. Desde que Patronio entendió aquellas razones, respondió al conde en esta manera:

-Señor conde Lucanor, siempre oí decir que era buen seso atenerse el hombre a las cosas ciertas y no a las vanas esperanzas pues muchas veces a los que se atienen a las esperanzas, les acontece lo que le pasó a doña Truhana.

Y el conde le preguntó como fuera aquello.

-Señor conde -dijo Patronio-, hubo una mujer que tenía nombre doña Truhana y era bastante más pobre que rica; y un día iba al mercado y llevaba una olla de miel en la cabeza. Y yendo por el camino, comenzó a pensar que vendería aquella olla de miel y que compraría una partida de huevos y de aquellos huevos nacerían gallinas y después, de aquellos dineros que valdrían, compraría ovejas, y así fue comprando de las ganancias que haría, que hallóse por más rica que ninguna de sus vecinas.

Y con aquella riqueza que ella pensaba que tenía, estimó cómo casaría sus hijos y sus hijas, y cómo iría acompañada por la calle con yernos y nueras y cómo decían por ella cómo fuera de buena ventura en llegar a tan gran riqueza siendo tan pobre como solía ser.

Y pensando esto comenzó a reír con gran placer que tenía de su buena fortuna, y riendo dio con la mano en su frente, y entonces cayóle la olla de miel en tierra y quebróse. Cuando vio la olla quebrada, comenzó a hacer muy gran duelo, temiendo que había perdido todo lo que cuidaba que tendría si la olla no se le quebrara.

Y porque puso todo su pensamiento por vana esperanza, no se le hizo al cabo nada de lo que ella esperaba.

Y vos, señor conde, si queréis que los que os dijeren y lo que vos pensareis sea todo cosa cierta, creed y procurad siempre todas cosas tales que sean convenientes y no esperanzas vanas. Y si las quisiereis probar, guardaos que no aventuréis ni pongáis de los vuestro, cosa de que os sintáis por esperanza de la pro de lo que no sois cierto.

Al conde le agradó lo que Patronio le dijo e hízolo así y hallóse bien por ello.

Y porque a don Juan contentó este ejemplo, hízolo poner en este libro e hizo estos versos:

A las cosas ciertas encomendaos
y las vanas esperanzas, dejad de lado.

LENNY

ISAAC ASIMOV

La empresa Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos tenía un problema. El problema era la gente.

Peter Bogert, jefe de matemática, se dirigía a la sala de montaje cuando se topó con Alfred Lanning, director de investigaciones. Lanning, apoyado en el pasamanos, miraba a la sala de ordenadores enarcando sus enérgicas cejas blancas.

En el piso de abajo, un grupo de humanos de ambos sexos y diversas edades miraba en torno con curiosidad, mientras un guía entonaba un discurso preestablecido sobre informática robótica:

—Este ordenador que ven es el mayor de su tipo en el mundo. Contiene cinco millones trescientos mil criotrones y es capaz de manipular simultáneamente más de cien mil variables. Con su ayuda, nuestra empresa puede diseñar con precisión el cerebro positrónico de los modelos nuevos. Los requisitos se consignan en una cinta que se perfora mediante la acción de este teclado, algo similar a una máquina de escribir o una linotipia muy complicada, excepto que no maneja letras, sino conceptos. Las proposiciones se descomponen en sus equivalentes lógico-simbólicos y éstos a su vez son convertidos en patrones de perforación. En menos de una hora, el ordenador puede presentar a nuestros científicos el diseño de un cerebro que ofrecerá todas las sendas positrónicas necesarias para fabricar un robot… Alfred Lanning reparó en la presencia del otro.

—Ah, Peter.

Bogert se alisó el cabello negro y lustroso con ambas manos, aunque lo tenía impecable.

—No pareces muy entusiasmado con esto, Alfred.

Lanning gruñó. La idea de realizar visitas turísticas por toda la empresa era reciente y se suponía cumplía una doble función. Por una parte, según se afirmaba, permitía que la gente viera a los robots de cerca y acallara así su temor casi instintivo hacia los objetos mecánicos mediante una creciente familiaridad. Por otra parte, se suponía que las visitas lograrían generar un interés para que algunas personas se dedicaran a las investigaciones robóticas.

—Sabes que no lo estoy. Una vez por semana, nuestra tarea se complica. Considerando las horas-hombre que se pierden, la retribución es insuficiente.

—Entonces, ¿no han subido aún las solicitudes de empleo?

—Un poco, pero sólo en las categorías donde esa necesidad no es vital. Necesitamos investigadores, ya lo sabes. Pero, como los robots están prohibidos en la Tierra, el trabajo de robotista no es muy popular, que digamos.

—El maldito complejo de Frankenstein —comentó Bogert, repitiendo a sabiendas una de las frases favoritas de Lanning.

Lanning pasó por alto esa burla afectuosa.

—Debería acostumbrarme, pero no lo consigo. Todo ser humano de la Tierra tendría que saber ya que las Tres Leyes constituyen una salvaguardia perfecta, que los robots no son peligrosos. Fíjate en ese grupo.

—Miró hacia abajo—. Obsérvalos. La mayoría recorren la sala de montaje de robots por la excitación del miedo, como si subieran en una montaña rusa. Y cuando entran en la sala del modelo MEC…, demonios, Peter, un modelo MEC que es incapaz de hacer otra cosa que avanzar dos pasos, decir «mucho gusto en conocerle», dar la mano y retroceder dos pasos; y, sin embargo, todos se intimidan y las madres abrazan a sus hijos. ¿Cómo vamos a obtener trabajadores que piensen a partir de esos idiotas?

Bogert no tenía respuesta. Miraron una vez más a los visitantes, que estaban pasando de la sala de informática al sector de montaje de cerebros positrónicos. Luego, se marcharon. No vieron a Mortimer W. Jacobson, de dieciséis años, quien, para ser justos, no tenía la intención de causar el menor daño.

En realidad, ni siquiera podría decirse que la culpa fuera de Mortimer. Todos los trabajadores sabían en qué día de la semana se realizaban las visitas. Todos los aparatos debían estar neutralizados o cerrados, pues no era razonable esperar que los seres humanos resistieran la tentación de mover interruptores, llaves y manivelas y de pulsar botones. Además, el guía debía vigilar atentamente a quienes sucumbieran a esa tentación.

Pero en ese momento el guía había entrado en la sala contigua y Mortimer iba al final de la fila. Pasó ante el teclado mediante el cual se introducían datos en el ordenador. No tenía modo de saber que en aquel instante se estaban introduciendo los planos para un nuevo diseño robótico; de lo contrario, siendo como era un buen chico, habría evitado tocar el teclado. No tenía modo de saber que —en un acto de negligencia casi criminal— un técnico se había olvidado de desactivar el teclado.

Así que Mortimer tocó las teclas al azar, como si se tratara de un instrumento musical.

No notó que un trozo de la cinta perforada se salía de un aparato que había en otra parte de la sala, silenciosa e inadvertidamente.

Y el técnico, cuando volvió, tampoco notó ninguna intromisión. Le llamó la atención que el teclado estuviera activado, pero no se molestó en verificarlo. Al cabo de unos minutos, incluso esa leve inquietud se le había pasado, y continuó introduciendo datos en el ordenador.

En cuanto a Mortimer, nunca supo lo que había hecho.

El nuevo modelo LNE estaba diseñado para extraer boro en las minas del cinturón de asteroides. Los hidruros de boro cobraban cada vez más valor como detonantes para las micropilas protónicas que generaban potencia a bordo de las naves espaciales, y la magra provisión existente en la Tierra se estaba agotando.

Eso significaba que los robots LNE tendrían que estar equipados con ojos sensibles a esas líneas prominentes en el análisis espectroscópico de los filones de boro y con un tipo de extremidades útiles para transformar el mineral en el producto terminado. Como de costumbre, sin embargo, el equipamiento mental constituía el mayor problema.

El primer cerebro positrónico LNE ya estaba terminado. Era el prototipo y pasaría a integrar la colección de prototipos de la compañía. Cuando lo hubieran probado, fabricarían otros para alquilarlos (nunca venderlos) a empresas mineras.

El prototipo LNE estaba terminado. Alto, erguido y reluciente, parecía por fuera como muchos otros robots no especializados.

Los técnicos, guiándose por las instrucciones del Manual de Robótica, debían preguntar: «¿Cómo estás?»

La respuesta correspondiente era: «Estoy bien y dispuesto a activar mis funciones. Confío en que tú también estés bien», o alguna otra ligera variante.

Ese primer diálogo sólo servía para indicar que el robot oía, comprendía una pregunta rutinaria y daba una respuesta rutinaria congruente con lo que uno esperaría de una mentalidad robótica. A partir de ahí era posible pasar a asuntos más complejos, que pondrían a prueba las tres Leyes y su interacción con el conocimiento especializado de cada modelo.

Así que el técnico preguntó «¿cómo estás?» y, de inmediato, se sobresaltó ante la voz del prototipo LNE. Era distinta de todas las voces de robot que conocía (y había oído muchas). Formaba sílabas semejantes a los tañidos de una celesta de baja modulación.

Tan sorprendente era la voz que el técnico sólo oyó retrospectivamente, al cabo de unos segundos, las sílabas que había formado esa voz maravillosa:

—Da, da, da, gu.

El robot permanecía alto y erguido, pero alzó la mano derecha y se metió un dedo en la boca.

El técnico lo miró horrorizado y echó a correr. Cerró la puerta con llave y, desde otra sala, hizo una llamada de emergencia a la doctora Susan Calvin.

La doctora Susan Calvin era la única robopsicóloga de la compañía (y prácticamente de toda la humanidad). No tuvo que avanzar mucho en sus análisis del prototipo LNE para pedir perentoriamente una transcripción de los planos del cerebro positrónico dibujados por ordenador y las instrucciones que los habían guiado. Tras estudiarlos mandó a buscar a Bogert.

La doctora tenía el cabello gris peinado severamente hacia atrás; y su rostro frío, con fuertes arrugas verticales interrumpidas por el corte horizontal de una pálida boca de labios finos, se volvió enérgicamente hacia Bogert.

—¿Qué es esto, Peter?

Bogert estudió con creciente estupefacción los pasajes que ella señalaba.

—Por Dios, Susan, no tiene sentido.

—Claro que no. ¿Cómo se llegó a estas instrucciones?

Llamaron al técnico encargado y él juró con toda sinceridad que no era obra suya y que no podía explicarlo. El ordenador dio una respuesta negativa a todos los intentos de búsqueda de fallos.

—El cerebro positrónico no tiene remedio —comentó pensativamente Susan Calvin—. Estas instrucciones insensatas han cancelado tantas funciones superiores que el resultado se asemeja a un bebé humano. —Bogert manifestó asombro, y Susan Calvin adoptó la actitud glacial que siempre adoptaba ante la menor insinuación de duda de su palabra—. Nos esforzamos en lograr que un robot se parezca mentalmente a un hombre. Si eliminamos lo que denominamos funciones adultas, lo que queda, como es lógico, es un bebé humano, mentalmente hablando. ¿Por qué estás tan sorprendido, Peter?

El prototipo LNE, que no parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, se sentó y empezó a examinarse los pies.

Bogert lo miró fijamente.

—Es una lástima desmantelar a esa criatura. Es un bonito trabajo.

—¿Desmantelarla? —bramó la robopsicóloga.

—Desde luego, Susan. ¿De qué sirve esa cosa? Santo cielo, si existe un objeto totalmente inútil es un robot que no puede realizar ninguna tarea. No pretenderás que esta cosa pueda hacer algo, ¿verdad?

—No, claro que no.

—¿Entonces?

—Quiero realizar más análisis —dijo tercamente Susan Calvin.

Bogert la miró con impaciencia, pero se encogió de hombros. Si había una persona en toda la empresa con quien no tenía sentido discutir, ésa era Susan Calvin. Los robots eran su pasión, y se hubiera dicho que una tan larga asociación con ellos la había privado de toda apariencia de humanidad.

Era imposible disuadirla de una decisión, así como era imposible disuadir a una micropila activada de que funcionara.

—¡Qué más da! —murmuró, y añadió en voz alta—: ¿Nos informarás cuando hayas terminado los análisis?

—Lo haré. Ven, Lenny.

(LNE, pensó Bogert. Inevitablemente, las siglas se habían transformado en Lenny.)

Susan Calvin tendió la mano, pero el robot se limitó a mirarla. Con ternura, la robopsicóloga tomó la mano del robot. Lenny se puso de pie (al menos su coordinación mecánica funcionaba bien) y salieron juntos, el robot y esa mujer a quien superaba en medio metro. Muchos ojos los siguieron con curiosidad por los largos corredores.

Una pared del laboratorio de Susan Calvin, la que daba directamente a su despacho privado, estaba cubierta con la reproducción ampliada de un diagrama de sendas positrónicas. Hacía casi un mes que Susan Calvin la estudiaba absortamente.

Estaba examinando atentamente en ese momento los vericuetos de esas sendas atrofiadas. Lenny, sentado en el suelo, movía las piernas y balbuceaba sílabas ininteligibles con una voz tan bella que era posible escucharlas con embeleso aun sin entenderlas.

Susan Calvin se volvió hacia el robot.

—Lenny… Lenny…

Repitió el nombre, con paciencia, hasta que Lenny irguió la cabeza y emitió un sonido inquisitivo. La robopsicóloga sonrió complacida. Cada vez necesitaba menos tiempo para atraer la atención del robot.

—Alza la mano, Lenny. Mano… arriba. Mano… arriba.

La doctora levantó su propia mano una y otra vez.

Lenny siguió el movimiento con los ojos. Arriba, abajo, arriba, abajo. Luego, movió la mano espasmódicamente y balbuceó.

—Muy bien, Lenny —dijo gravemente Susan Calvin—. Inténtalo de nuevo. Mano… arriba.

Muy suavemente, extendió su mano, tomó la del robot, la levantó y la bajó.

—Mano… arriba. Mano… arriba. Una voz la llamó desde el despacho:

—¿Susan?

Calvin apretó los labios.

—¿Qué ocurre, Alfred?

El director de investigaciones entró, miró al diagrama de la pared y, luego, al robot.

—¿Sigues con ello?

—Estoy trabajando, sí.

—Bien, ya sabes, Susan… —Sacó un puro y lo miró, disponiéndose a morder la punta. Cuando se encontró con la severa y reprobatoria mirada de la mujer, guardó el puro y comenzó de nuevo—: Bien, ya sabes, Susan, que el modelo LNE está en producción.

—Eso he oído. ¿Hay algo en que yo pueda colaborar?

—No. Pero el mero hecho de que esté en producción y funcione bien significa que es inútil insistir con este espécimen deteriorado. ¿No deberíamos desarmarlo?

—En pocas palabras, Alfred, te fastidia que yo pierda mi valioso tiempo. Tranquilízate. No estoy perdiendo el tiempo. Estoy trabajando con este robot.

—Pero ese trabajo no tiene sentido.

—Yo seré quien lo juzgue, Alfred —replicó la doctora en un tono amenazador, y Lanning consideró que sería más prudente cambiar de enfoque.

—¿Puedes explicarme qué significa? ¿Qué estás haciendo ahora, por ejemplo?

—Trato de lograr que levante la mano cuando se lo ordeno. Intento conseguir que imite el sonido de la palabra.

Como si estuviera pendiente de ella, Lenny balbuceó y alzó la mano torpemente. Lanning sacudió la cabeza.

—Esa voz es asombrosa. ¿Cómo se ha logrado?

—No lo sé. El transmisor es normal. Estoy segura de que podría hablar normalmente, pero no lo hace. Habla así como consecuencia de algo que hay en las sendas positrónicas, y aún no lo he localizado.

—Bien, pues localízalo, por Dios. Esa voz podría ser útil.

—Oh, entonces, ¿mis estudios sobre Lenny pueden servir de algo?

Lanning se encogió de hombros, avergonzado.

—Bueno, se trata de un elemento menor.

—Lamento que no veas los elementos mayores, que son mucho más importantes, pero no es culpa mía. Ahora, Alfred, ¿quieres irte y dejarme trabajar?

Lanning encendió el puro en el despacho de Bogert.

—Esa mujer está cada día más rara —comentó con resentimiento.

Bogert le entendió perfectamente. En Robots y Hombres Mecánicos existía una sola «esa mujer».

—¿Todavía sigue atareada con ese seudorobot, con ese Lenny?

—Trata de hacerle hablar, lo juro. Bogert se encogió de hombros.

—Ese es el problema de esta empresa. Me refiero a lo de conseguir investigadores capacitados. Si tuviéramos otros robopsicólogos, podríamos jubilar a Susan. A propósito, supongo que la reunión dé directores programada para mañana tiene que ver con el problema de la contratación de personal.

Lanning asintió con la cabeza y miró su puro, disgustado.

—Sí. Pero el problema es la calidad, no la cantidad. Hemos subido tanto los sueldos que hay muchos solicitantes; pero la mayoría se interesan sólo por el dinero. El truco está en conseguir a los que se interesan por la robótica; gente como Susan Calvin.

—No, diablos, como ella no.

—Iguales no, de acuerdo. Pero tendrás que admitir, Peter, que es una apasionada de los robots. No tiene otro interés en la vida.

—Lo sé. Precisamente por eso es tan insoportable. Lanning asintió en silencio. Había perdido la cuenta de las veces que habría deseado despedir a Susan Calvin. También había perdido la cuenta de la cantidad de millones de dólares que ella le había ahorrado a la empresa. Era indispensable y seguiría siéndolo hasta su muerte, o hasta que pudieran solucionar el problema de encontrar gente del mismo calibre y que se interesara en las investigaciones sobre robótica.

—Creo que vamos a limitar esas visitas turísticas. Peter se encogió de hombros.

—Si tú lo dices… Pero entre tanto, en serio, ¿qué hacemos con Susan? Es capaz de apegarse indefinidamente a Lenny. Ya sabes cómo es cuando se encuentra con lo que considera un problema interesante.

—¿Qué podemos hacer? Si demostramos demasiada ansiedad por interrumpirla, insistirá en ello por puro empecinamiento femenino. En última instancia, no podemos obligarla a hacer nada.

El matemático sonrió.

—Yo no aplicaría el adjetivo «femenino» a ninguna parte de ella.

—Está bien —rezongó Lanning—. Al menos, ese robot no le hará daño a nadie.

En eso se equivocaba.

La señal de emergencia siempre causa nerviosismo en cualquier gran instalación industrial. Esas señales habían sonado varias veces a lo largo de la historia de Robots y Hombres Mecánicos: incendios, inundaciones, disturbios e insurrecciones.

Pero una señal no había sonado nunca. Nunca había sonado la señal de «robot fuera de control». Y nadie esperaba que sonara. Estaba instalada únicamente por insistencia del Gobierno. («Al demonio con ese complejo de Frankenstein», mascullaba Lanning en las raras ocasiones en que pensaba en ello.)

Pero la estridente sirena empezó a ulular con intervalos de diez segundos, y prácticamente nadie —desde el presidente de la junta de directores hasta el más novato ayudante de ordenanza— reconoció de inmediato ese sonido insólito. Tras esa incertidumbre inicial, guardias armados y médicos convergieron masivamente en la zona de peligro, y la empresa al completo quedó paralizada.

Charles Randow, técnico en informática, fue trasladado al sector hospitalario con el brazo roto. No hubo más daños. Al menos, no hubo más daños físicos.

—¡Pero el daño moral está más allá de toda estimación! —vociferó Lanning.

Susan Calvin se enfrentó a él con calma mortal.

—No le harás nada a Lenny. Nada. ¿Entiendes?

—¿Lo entiendes tú, Susan? Esa cosa ha herido a un ser humano. Ha quebrantado la Primera Ley. ¿No conoces la Primera Ley?

—No le harás nada a Lenny.

—Por amor de Dios, Susan, ¿a ti debo explicarte la Primera Ley? Un robot no puede dañar a un ser humano ni, mediante la inacción, permitir que un ser humano sufra daños. Nuestra posición depende del estricto respeto de esa Primera Ley por parte de todos los robots de todos los tipos. Si el público se entera de que ha habido una excepción, una sola excepción, podría obligamos a cerrar la empresa. Nuestra única probabilidad de supervivencia sería anunciar de inmediato que ese robot ha sido destruido, explicar las circunstancias y rezar para que el público se convenza de que no sucederá de nuevo.

—Me gustaría averiguar qué sucedió. Yo no estaba presente en ese momento y me gustaría averiguar qué hacía Randow en mis laboratorios sin mi autorización.

—Pero lo más importante es obvio. Tu robot golpeó a Randow, ese imbécil apretó el botón de «robot fuera de control» y nos ha creado un problema. Pero tu robot lo golpeó y le causó lesiones que incluyen un brazo roto. La verdad es que tu Lenny está tan deformado que no respeta la Primera Ley y hay que destruirlo.

—Sí que respeta la Primera Ley. He estudiado sus sendas cerebrales y sé que la respeta.

—Y entonces, ¿cómo ha podido golpear a un hombre? —preguntó Lanning, con desesperado sarcasmo—. Pregúntaselo a Lenny. Sin duda ya le habrás enseñado a hablar.

Susan Calvin se ruborizó.

—Prefiero entrevistar a la víctima. Y en mi ausencia, Alfred, quiero que mis dependencias estén bien cerradas, con Lenny en el interior. No quiero que nadie se le acerque. Si sufre algún daño mientras yo no estoy, esta empresa no volverá a saber de mí en ninguna circunstancia.

—¿Aprobarás su destrucción si ha violado la Primera Ley?

—Sí, porque sé que no la ha violado.

Charles Randow estaba tendido en la cama, con el brazo en cabestrillo. Aún estaba conmocionado por ese momento en que creyó que un robot se le abalanzaba con la intención de asesinarlo. Ningún ser humano había tenido nunca razones tan contundentes para temer que un robot le causara daño. Era una experiencia singular.

Susan Calvin y Alfred Lanning estaban junto a la cama; los acompañaba Peter Bogert, que se había encontrado con ellos por el camino. No estaban presentes médicos ni enfermeras.

—¿Qué sucedió? —preguntó Susan Calvin. Randow no las tenía todas consigo.

—Esa cosa me pegó en el brazo —murmuró—. Se abalanzó sobre mí.

—Comienza desde más atrás —dijo Calvin—. ¿Qué hacías en mi laboratorio sin mi autorización?

El joven técnico en informática tragó saliva, moviendo visiblemente la nuez de la garganta. Tenía pómulos altos y estaba muy pálido.

—Todos sabíamos lo de ese robot. Se rumoreaba que trataba usted de enseñarle a hablar como si fuera un instrumento musical. Circulaban apuestas acerca de si hablaba o no. Algunos sostienen que usted puede enseñarle a hablar a un poste.

—Supongo que eso es un cumplido —comentó Susan Calvin en un tono glacial—. ¿Qué tenía que ver eso contigo?

—Yo debía entrar allí para zanjar la cuestión, para enterarme de si hablaba, ya me entiende. Robamos una llave de su laboratorio y esperamos a que usted se fuera. Echamos a suertes para ver quién entraba. Perdí yo.

—¿Y qué más?

—Intenté hacerle hablar y me pegó.

—¿Cómo intentaste hacerle hablar?

—Le…, le hice preguntas, pero no decía nada y tuve que sacudirlo, así que… le grité… y…

—¿Y?

Hubo una larga pausa. Bajo la mirada imperturbable de Susan Calvin, Randow dijo al fin:

—Traté de asustarlo para que dijera algo. Tenía que impresionarlo.

—¿Cómo intentaste asustarlo?

—Fingí que le iba a dar un golpe.

—¿Y te desvió el brazo?

—Me dio un golpe en el brazo.

—Muy bien. Eso es todo. —Calvin se volvió hacia Lanning y Bogert—. Vamonos, caballeros. En la puerta, se giró hacia Randow.

—Puedo resolver el problema de las apuestas, si aún te interesa. Lenny articula muy bien algunas palabras.

No dijeron nada hasta llegar al despacho de Susan Calvin. Las paredes estaban revestidas de libros; algunos, de su autoría. El despacho reflejaba su personalidad fría y ordenada. Había una sola silla. Susan se sentó. Lanning y Bogert permanecieron de pie.

—Lenny se limitó a defenderse. Es la Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia.

—Excepto —objetó Lanning— cuando entra en conflicto con la Primera o con la Segunda Ley. ¡Completa el enunciado! Lenny no tenía derecho a defenderse causando un daño, por ínfimo que fuera, a un ser humano.

—No lo hizo a sabiendas —replicó Calvin—. Lenny tiene un cerebro fallido. No tenía modo de conocer su propia fuerza ni la debilidad de los humanos. Al apartar el brazo amenazador de un ser humano, no podía saber que el hueso se rompería. Humanamente, no se puede achacar culpa moral a un individuo que no sabe diferenciar entre el bien y el mal.

Bogert intervino en tono tranquilizador:

—Vamos, Susan, nosotros no achacamos culpas. Nosotros comprendemos que Lenny es el equivalente de un bebé, humanamente hablando, y no lo culpamos. Pero el público sí lo hará. Nos cerrarán la empresa.

—Todo lo contrario. Si tuvieras el cerebro de una pulga, Peter, verías que ésta es la oportunidad que la compañía esperaba. Esto resolverá sus problemas.

Lanning frunció sus cejas blancas.

—¿Qué problemas, Susan?

—¿Acaso la empresa no desea mantener a nuestro personal de investigación en lo que considera, Dios nos guarde, su avanzado nivel actual?

—Por supuesto.

—Bien, y ¿qué ofreces a tus futuros investigadores? ¿Diversión? ¿Novedad? ¿La emoción de explorar lo desconocido? No. Les ofreces sueldos y la garantía de que no habrá problemas.

—¿Qué quieres decir? — se interesó Bogert.

—¿Hay problemas? —prosiguió Susan Calvin—. ¿Qué clase de robots producimos? Robots plenamente desarrollados, aptos para sus tareas. Una industria nos explica qué necesita; un ordenador diseña el cerebro; las máquinas dan forma al robot; y ya está, listo y terminado. Peter, hace un tiempo me preguntaste cuál era la utilidad de Lenny. Preguntas que de qué sirve un robot que no está diseñado para ninguna tarea. Ahora te pregunto yo que ¿de qué sirve un robot diseñado para una sola tarea? Comienza y termina en el mismo lugar. Los modelos LNE extraen boro; si se necesita berilio, son inútiles; si la tecnología del boro entra en una nueva fase, se vuelven obsoletos. Un ser humano diseñado de ese modo sería un subhumano. Un robot diseñado de ese modo es un subrobot.

—¿Quieres un robot versátil? —preguntó incrédulamente Lanning.

—¿Por qué no? ¿Por qué no? He estado trabajando con un robot cuyo cerebro estaba casi totalmente idiotizado. Le estaba enseñando y tú, Alfred, me preguntaste que para qué servía. Para muy poco, tal vez, en b concerniente a Lenny, pues nunca superará el nivel de un niño humano de cinco años. ¿Pero cuál es la utilidad general? Enorme, si abordas el asunto como un estudio del problema abstracto de aprender a enseñar a los robots. Yo he aprendido modos de poner ciertas sendas en cortocircuito para crear sendas nuevas. Los nuevos estudios ofrecerán técnicas mejores, más sutiles y más eficientes para hacer lo mismo.

—¿Y bien?

—Supongamos que tomas un cerebro positrónico donde estuvieran trazadas las sendas básicas, pero no las secundarias. Supongamos que luego creas las secundarias. Podrías vender robots básicos diseñados para ser instruidos, robots capaces de adaptarse a diversas tareas. Los robots serían tan versátiles como los seres humanos. ¡Los robots podrían aprender! —La miraron de hito en hito. La robopsicóloga se impacientó—: Aún no lo entendéis, ¿verdad?

—Entiendo lo que dices —dijo Lanning.

—¿No entendéis que ante un campo de investigación totalmente nuevo, unas técnicas totalmente nuevas a desarrollar, un área totalmente nueva y desconocida para explorar, los jóvenes sentirán mayor entusiasmo por la robótica? Intentadlo y ya veréis.

—¿Puedo señalar que esto es peligroso?—intervino Bogert—. Comenzar con robots ignorantes como Lenny significará que nunca podremos confiar en la Primera Ley, tal como ha ocurrido en el caso de Lenny.

—Exacto. Haz público ese dato.

—¿Hacerlo público?

—Desde luego. Haz conocer el peligro. Explica que instalarás un nuevo Instituto de investigaciones en la Luna, si la población terrícola prefiere que estos trabajos no se realicen en la Tierra, pero haz hincapié en el peligro que correrían los posibles candidatos.

—¿Por qué, por amor de Dios? —quiso saber Lanning.

—Porque el conocimiento del peligro le añadirá un nuevo atractivo al asunto. ¿Crees que la tecnología nuclear no implica peligro, que la espacionáutica no entraña riesgos? ¿Tu oferta de absoluta seguridad te ha servido de algo? ¿Te ha ayudado a enfrentarte a ese complejo de Frankenstein que tanto desprecias? Pues prueba otra cosa, algo que haya funcionado en otras áreas.

Sonó un ruido al otro lado de la puerta que conducía a los laboratorios personales de Calvin. Era el sonido de campanas de la voz de Lenny. La robopsicóloga guardó silencio y escuchó:

—Excusadme —dijo—. Creo que Lenny me llama.

—¿Puede llamarte? —se sorprendió Lanning.

—Ya os he dicho que logré enseñarle algunas palabras. —Se dirigió hacia la puerta, con cierto nerviosismo—. Si queréis esperarme…

Los dos hombres la miraron mientras salía y se quedaron callados durante un rato.

—¿Crees que tiene razón, Peter? —preguntó finalmente Lanning.

—Es posible, Alfred, es posible. La suficiente como para que planteemos el asunto en la reunión de directores y veamos qué opinan. A fin de cuentas, la cosa ya no tiene remedio. Un robot ha dañado a un ser humano y es de público conocimiento. Como dice Susan, podríamos tratar de volcar el asunto a nuestro favor. Pero desconfío de los motivos de ella.

—¿En qué sentido?

—Aunque haya dicho la verdad, en su caso es una mera racionalización. Su motivación es su deseo de no abandonar a ese robot. Si insistiéramos, pretextaría que desea continuar aprendiendo técnicas para enseñar a los robots; pero creo que ha hallado otra utilidad para Lenny, una utilidad tan singular que no congeniaría con otra mujer que no fuera ella.

—No te entiendo.

—¿No oíste cómo la llamó el robot?

—Pues no… —murmuró Lanning, y entonces la puerta se abrió de golpe y ambos se callaron.

Susan Calvin entró y miró a su alrededor con incertidumbre.

—¿Habéis visto…? Estoy segura de que estaba por aquí… Oh, ahí está.

Corrió hacia el extremo de un anaquel y cogió un objeto hueco y de malla metálica, con forma de pesa de gimnasia. La malla metálica contenía piezas de metal de diversas formas.

Las piezas de metal se entrechocaron con un grato campanilleo. Lanning pensó que el objeto parecía una versión robótica de un sonajero para bebés.

Cuando Susan Calvin abrió la puerta para salir, Lenny la llamó de nuevo. Esa vez, Lanning oyó claramente las palabras que Susan Calvin le había enseñado. Con melodiosa voz de celesta, repetía:

—Mami, te quiero. Mami, te quiero.

Y se oyeron los pasos de Susan Calvin apresurándose por el laboratorio para ir a atender a la única clase de niño que ella podía tener y amar.