1º DE BACHILLERATO

POEMA DE MIO CID

I

De los sus ojos tan fuertemente llorando,

Tornaba la cabeza y estábalos catando.

Vio puertas abiertas y postigos sin candados,

Alcándaras vacías, sin pieles y sin mantos,

Y sin halcones y sin azores mudados.

Suspiró mío Cid pues tenía muy grandes cuidados.

Habló mío Cid, bien y tan mesurado:

-¡Gracias a ti, señor padre, que estás en alto!

-¡Esto me han vuelto mis enemigos malos!

Allí piensan aguijar, allí sueltan las riendas.

A la salida de Vivar, tuvieron la corneja diestra,

Y, entrando en Burgos, tuviéronla siniestra.

Meció mío Cid los hombros y movió la cabeza:

-¡Albricias, Álvar Fáñez, que echados somos de tierra!

II

El Campeador adeliñó a su posada.

Así como llegó a la puerta, hallola bien cerrada;

Por miedo del rey Alfonso que así lo concertaran:

Que si no la quebrantase por fuerza,

que no se la abriesen por nada.

Los de mío Cid a altas voces llaman;

Los de dentro no les querían tornar palabra.

Aguijó mío Cid, a la puerta se llegaba;

Sacó el pie de la estribera, un fuerte golpe le daba;

No se abre la puerta, que estaba bien cerrada.

Una niña de nueve años a ojo se paraba:

-¡Ya, Campeador, en buena hora ceñisteis espada!

El Rey lo ha vedado, anoche de él entró su carta

Con gran recaudo y fuertemente sellada.

No os osaríamos abrir ni acoger por nada;

Si no, perderíamos los haberes y las casas,

Y, además, los ojos de las caras.

Cid, en el nuestro mal vos no ganáis nada;

Mas el Criador os valga con todas sus virtudes santas.

Esto la niña dijo y tornose para su casa.

Ya lo ve el Cid que del Rey no tenía gracia.

Partiose de la puerta, por Burgos aguijaba;

III

3.

Los infantes de Carrión.

Cobardía.

En Valencia estaba mío Cid con todos sus vasallos;

Con él ambos sus yernos, los infantes de Carrión.

Yacía en un escaño, dormía el Campeador;

Mal sobresalto, sabed, que les pasó:

Saliose de la red y desatose el león.

En gran miedo se vieron en medio de la corte;

Embrazan los mantos los del Campeador

Y cercan el escaño y se ponen sobre su señor.

Fernán González no vio donde se escondiese, ni cámara abierta ni

torre;

Metiose bajo el escaño, ¡tuvo tanto pavor!

Diego González por la puerta salió,

Diciendo por la boca: ¡No veré a Carrión!

Tras una viga lagar, metiose con gran pavor;

El manto y el brial todo sucio lo sacó.

En esto despertó el que en buena hora nació;

Vio cercado el escaño de sus buenos varones.

¿Qué es esto, mesnadas, o qué queréis vos?

¡Ah, señor honrado!, alarma nos dio el león.

Mío Cid apoyó el codo, en pie se levantó;

El manto trae al cuello y adeliñó para el león.

El león, cuando lo vio, mucho se amedrentó;

Ante mío Cid, la cabeza humilló y la boca bajó.

Mío Cid don Rodrigo del cuello lo tomó

Y llévalo de diestro y en la red le metió.

A maravilla lo tienen cuantos allí son;

Y tornáronse al palacio para la corte.

Mío Cid por sus yernos demandó y no los halló;

Aunque los están llamando, ninguno respondió.

Cuando los hallaron, vinieron tan sin color.

¡No visteis tal burla como iba por la corte!

Mandolo prohibir mío Cid el Campeador.

Se sintieron muy ofendidos los infantes de Carrión;

Gran cosa les pesa de esto que les pasó.

IV

La Afrenta de Corpes.

Así lo mandaron los infantes de Carrión:

Que no quedase allí ninguno, mujer ni varón,

Sino ambas sus mujeres, doña Elvira y doña Sol:

Solazarse quieren con ellas a todo su sabor.

Todos eran idos, ellos cuatro solos son.

Tanto mal urdieron los infantes de Carrión:

Creedlo bien, doña Elvira y doña Sol,

Aquí seréis escarnecidas en estos fieros montes.

Hoy nos partiremos y dejadas seréis de nos;

No tendréis parte en tierras de Carrión.

Irán estos mandados al Cid Campeador;

Nos vengaremos en ésta por la del león.

Allí les quitan los mantos y los pellizones;

 

Déjanlas en cuerpo y en camisas y en ciclatones.

¡Espuelas tienen calzadas los malos traidores!

En mano prenden las cinchas resistentes y fuertes.

Cuando esto vieron las dueñas, hablaba doña Sol:

¡Por Dios os rogamos, don Diego y don Fernando, nos!

Dos espadas tenéis tajadoras y fuertes;

A la una dicen Colada y a la otra Tizón;

Cortadnos las cabezas, mártires seremos nos.

Moros y cristianos hablarán de esta razón;

Que, por lo que nos merecemos, no lo recibimos nos;

Tan malos ejemplos no hagáis sobre nos.

Si nos fuéremos majadas, os deshonraréis vos;

Os lo retraerán en vistas o en cortes.

Lo que ruegan las dueñas no les ha ningún pro.

Ya les empiezan a dar los infantes de Carrión;

Con las cinchas corredizas, májanlas tan sin sabor;

Con las espuelas agudas, donde ellas han mal sabor,

Rompían las camisas y las carnes a ellas ambas a dos;

Limpia salía la sangre sobre los ciclatones.

Ya lo sienten ellas en los sus corazones.

¡Cuál ventura sería ésta, si pluguiese al Criador

Que asomase ahora el Cid Campeador!

Tanto las majaron que sin aliento son;

Sangrientas en las camisas y todos los ciclatones.

Cansados son de herir ellos ambos a dos,

Ensayándose ambos cuál dará mejores golpes.

Ya no pueden hablar doña Elvira y doña Sol;

Por muertas las dejaron en el Robledo de Corpes.

Lleváronles los mantos y las pieles armiñas,

Mas déjanlas apenadas en briales y en camisas,

Y a las aves del monte y a las bestias de fiera guisa.

Por muertas las dejaron, sabed, que no por vivas.

¡Cuál ventura sería, si asomase ahora el Cid Campeador!

Los infantes de Carrión, en el Robledo de Corpes,

A las hijas del Cid por muertas las dejaron

Que la una a la otra no le torna recado.

Por los montes do iban, ellos se iban alabando:

De nuestros casamientos, ahora somos vengados;

No las debíamos tomar por barraganas si no fuésemos rogados,

Pues nuestras parejas no eran para en brazos.

La deshonra del león así se irá vengando.

LIBRO DE BUEN AMOR

I

Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,
por el sustentamiento, y la segunda era
por sonseguir unión con hembra placentera.

Si lo dijera yo, se podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.
De lo que dice el sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.

Que dice verdad el sabio claramente se prueba;
hombres, aves y bestias, todo animal de cueva
desea, por natura, siempre compaña nueva
y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.

Digo que más el hombre, pues otras criaturas
tan sólo en una época se juntan, por natura;
el hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,
siempre que quiere y puede hacer esa locura.

Prefiere el fuego estar guardado entre ceniza,
pues antes se consume cuanto más se le atiza;
el hombre, cuando peca, bien ve que se desliza,
mas por naturaleza, en el mal profundiza.

Yo, como soy humano y, por tal, pecador,
sentí por las mujeres, a veces, gran amor.
Que probemos las cosas no siempre es lo peor;
el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.

II

Si leyeres a Ovidio que por mí fue educado,
hallarás en él cuentos que yo le hube mostrado,
y muy buenas maneras para el enamorado;
Pánfilo, cual Nasón, por mí fue amaestrado.

Si quieres amar dueñas o a cualquier mujer
muchas cosas tendrás primero que aprender
para que ella te quiera en amor acoger.
Primeramente, mira qué mujer escoger.

Busca mujer hermosa, atractiva y lozana,
que no sea muy alta pero tampoco enana;
si pudieras,  no quieras amar mujer 
villana,
pues de amor nada sabe, palurda y 
chabacana.

Busca mujer esbelta, de cabeza pequeña,
cabellos amarillo no teñidos de 
alheña;
las cejas apartadas, largas, altas, en peña;
ancheta de caderas, ésta es talla de dueña.

Ojos grandes, hermosos, expresivos, lucientes
 y con largas pestañas, bien claras y rientes;
las orejas pequeñas, delgadas; para mientes (fíjate)
si tiene el cuello alto, así gusta a las gentes.

La nariz afilada, los dientes menudillos,
iguales y muy blancos, un poco apartadillos,
las encías 
bermejas, los dientes agudillos,
los labios de su boca bermejos, 
angostillos.

La su boca pequeña, así, de buena guisa
su cara sea blanca, sin vello, clara y lisa,
conviene que la veas primero sin camisa
pues la forma del cuerpo te dirá: ¡esto aguisa!

III

Si le envías recados, sea tu embajadora
una parienta tuya; no sea servidora
de tu dama y así  no te será traidora:
todo aquel que mal casa, después su mal deplora.

Procura cuanto puedas que la tu mensajera
sea razonadora sutil y 
lisonjera,
sepa mentir con gracia y seguir la carrera
pues más hierve la olla  bajo la tapadera.

Si parienta no tienes, toma una de las viejas
que andan por las iglesias y saben de callejas;
con gran rosario al cuello saben muchas consejas,
con llanto de Moisés encantan las orejas.

Estas pavas ladinas son de gran eficacia,
plazas y callejuelas recorren con audacia,
a Dios alzan rosarios, gimiendo su desgracia;
¡ay! ¡las pícaras tratan el mal con perspicacia!

Toma vieja que tenga oficio de herbolera
que va de casa en casa sirviendo de partera
con polvos, con 
afeites y con su alcoholera
 
mal de ojo hará a la moza, causará su ceguera.

Procura mensajera de esas negras pacatas
que tratan mucho a frailes, a monjas y beatas,
son grandes andariegas, merecen sus zapatas:
esas trotaconventos hacen muchas contratas.

Donde están tales viejas todo se ha de alegrar,
pocas mujeres pueden a su mano escapar;
para que no te mientan las debes 
halagar
pues tal encanto usan que  saben engañar.

De todas esas viejas escoge la mejor,
dile que no te mienta, trátala con amor,
que hasta la mala bestia vende el buen corredor
y mucha mala ropa cubre el buen 
cobertor.

Si dice que tu dama no tiene miembros grandes,
ni los brazos delgados, luego tú le 
demandes
si tienes pechos chicos; si dice sí, demandes
por su figura toda, y así seguro andes.

Si tiene los sobacos un poquillo mojados
y tiene 
chicas piernas y largos los costados,
ancheta de caderas, pies chicos, arqueados,
¡tal mujer no se encuentra en todos los mercados!

En la cama muy loca, en la casa muy cuerda;
no olvides tal mujer, su ventajas acuerda.
Esto que te aconsejo con Ovidio concuerda,
y para ello hace falta mensajera no 
lerda.

Hay tres cosas que tengo miedo de descubrir,
son faltas muy ocultas, de indiscreto decir:
de ellas, muy pocas mujeres pueden con bien salir,
cuando yo las mencione se echarán a reír.

Guárdate bien que no sea vellosa ni barbuda
¡el demonio se lleve a la pecosa velluda!
Si tiene mano chica, delgada o voz aguda,
a tal mujer el hombre de buen seso la muda.

Le harás una pregunta como última cuestión:
si tiene el genio alegre y ardiente el corazón;
si no duda, si pide de todo la razón
si al hombre dice sí, merece tu pasión.

CELESTINA

ACTO I

CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?

CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.

CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.

 

PÁRMENO.- ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas, que así se glorifica en le oír, como tú cuando dicen «diestro caballero es Calisto». Y demás de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice «¡puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen «¡puta vieja!». Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cantan los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados era su marido! ¡Qué quieres más, sino que si una piedra topa con otra luego suena «¡puta vieja!»!

ACTO IV

CELESTINA.- Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

MELIBEA.- ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?

CELESTINA.- Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre.

 

 

MELIBEA.- Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

 

CELESTINA.- Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.

 

MELIBEA.- Vieja honrada, no te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo, le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.

 

CELESTINA.- El temor perdí mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. El perro, con todo su ímpetu y braveza, cuando viene a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto de piedad. Pues, ¿las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame las gallinas a comer de ello. El pelícano rompe el pecho por dar a sus hijos a comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos le dieron cebo siendo pollitos. Pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades y tales que, donde está la melecina, salió la causa de la enfermedad?

 

MELIBEA.- Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que su pasión y remedio salen de una misma fuente.

 

CELESTINA.- Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.

 

MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad, causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.

 

CELESTINA.- ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!

 

MELIBEA.- ¿Aun hablas entre dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?

 

CELESTINA.- Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.

 

MELIBEA.- ¡Jesú! No oiga yo mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avísale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía.

 

CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.

 

MELIBEA.- ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadía?

 

CELESTINA.- Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.

 

MELIBEA.- ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

 

CELESTINA.- Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.

 

MELIBEA.- Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?

 

CELESTINA.- Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora,que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su merecimiento, no tendría en mucho que fuese él el delincuente y yo la condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.

 

MELIBEA.- No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedías oración.

 

CELESTINA.- Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen.

 

MELIBEA.- Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.

 

CELESTINA.- Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será víspera de una saya.

 

MELIBEA.- Bien lo has merecido.

 

CELESTINA.- Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.

 

MELIBEA.- Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.

 

CELESTINA.- ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.

 

MELIBEA.- ¿Y qué tanto tiempo ha?

 

CELESTINA.- Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre.

 

MELIBEA.- Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.

 

CELESTINA.- Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.

 

MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

 

LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.

ACTO XII

MELIBEA.- Vete, Lucrecia, a acostar un poco. ¡Ce, señor! ¿Cómo es tu nombre? ¿Quién es el que te mandó ahí venir?

CALISTO.- Es la que tiene merecimiento de mandar a todo el mundo, la que dignamente servir yo no merezco. No tema tu merced de se descubrir a este cautivo de tu gentileza, que el dulce sonido de tu habla, jamás de mis oídos se cae, me certifica ser tú mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto.

MELIBEA.- La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a haberte de hablar, señor Calisto, que habiendo habido de mí la pasada respuesta a tus razones, no sé qué piensas más sacar de mi amor de lo que entonces te mostré. Desvía estos vanos y locos pensamientos de ti por que mi honra y persona estén, sin detrimento de mala sospecha, seguras. A esto fue aquí mi venida, a dar concierto en tu despedida y mi reposo. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes.

CALISTO.- A los corazones aparejados con apercibimiento recio contra las adversidades, ninguna puede venir que pase de claro en claro la fuerza de su muro. Pero el triste que, desarmado y sin proveer los engaños y celadas, se vino a meter por las puertas de tu seguridad, cualquiera cosa que en contrario vea es razón que me atormente y pase, rompiendo todos los almacenes en que la dulce nueva estaba aposentada. ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! ¡Dejárasme acabar de morir y no tornaras a vivificar mi esperanza para que tuviese más que gastar el fuego que ya me aqueja! ¿Por qué falsaste la palabra de esta mi señora? ¿Por qué has así dado con tu lengua causa a mi desesperación? ¿A qué me mandaste aquí venir, para que me fuese mostrado el disfavor, el entredicho, la desconfianza, el odio, por la misma boca de esta que tiene las llaves de mi perdición y gloria? ¡Oh enemiga! ¿Y tú no me dijiste que esta mi señora me era favorable? ¿No me dijiste que de su grado mandaba venir este su cautivo al presente lugar, no para me desterrar nuevamente de su presencia, pero para alzar el destierro ya por otro su mandamiento, puesto antes de ahora? ¿En quién hallaré yo fe? ¿A dónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿A dónde no moran falsarios? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición?

MELIBEA.- Cesen, señor mío, tus verdaderas querellas, que ni mi corazón basta para las sufrir ni mis ojos para lo disimular. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi bien todo, cuánto más alegre me fuera poder ver tu faz que oír tu voz! Pero, pues no se puede al presente más hacer, toma la firma y sello de las razones que te envié escritas en la lengua de aquella solícita mensajera. Todo lo que te dijo confirmo, todo lo he por bueno. Limpia, señor, tus ojos, ordena de mí a tu voluntad.

CALISTO.- ¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será bastante para te dar iguales gracias a la sobrada e incomparable merced que, en este punto de tanta congoja para mí, me has querido hacer en querer que un tan flaco e indigno hombre pueda gozar de tu suavísimo amor? Del cual, aunque muy deseoso, siempre me juzgaba indigno, mirando tu grandeza, considerando tu estado, remirando tu perfección, contemplando tu gentileza, acatando mi poco merecer y tu alto merecimiento, tus extremadas gracias, tus loadas y manifiestas virtudes. Pues, ¡oh alto Dios!, ¿cómo te podré ser ingrato, que tan milagrosamente has obrado conmigo tus singulares maravillas? ¡Oh cuántos días antes de ahora pasados me fue venido ese pensamiento a mi corazón! Por imposible lo rechazaba de mi memoria, hasta que ya los rayos ilustrantes de tu muy claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi corazón, despertaron mi lengua, extendieron mi merecer, acortaron mi cobardía, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerzas, desadormecieron mis pies y manos, finalmente, me dieron tal osadía que me han traído con su mucho poder a este sublimado estado en que ahora me veo. Oyendo de grado tu suave voz, la cual, si antes de ahora no conociese y no sintiese tus saludables olores, no podría creer que careciesen de engaño tus palabras. Pero, como soy cierto de tu limpieza de sangre y hechos, me estoy remirando si soy yo Calisto, a quien tanto bien se hace.

MELIBEA.- Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias, tu alto nacimiento, han obrado que, después que de ti hube entera noticia, ningún momento de mi corazón te partieses, y, aunque muchos días he pugnado por lo disimular, no he podido tanto que, en tornándome aquella mujer tu dulce nombre a la memoria, no descubriese mi deseo. Y viniese a este lugar y tiempo, donde te suplico ordenes y dispongas de mi persona según quieras. Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo y sus fuertes cerrojos, y mis flacas fuerzas, que ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.

CALISTO.- ¿Cómo, señora mía? ¿Y mandas que consienta a un palo impedir nuestro gozo? Nunca yo pensé que, demás de tu voluntad, lo pudiera cosa estorbar. ¡Oh molestas y enojosas puertas!, ruego a Dios que tal fuego os abrase como a mí da guerra, que con la tercia parte seríais en un punto quemadas. Pues, por Dios, señora mía, permite que llame a mis criados para que las quiebren.

—————————————————————————————————————–

SEMPRONIO.- Yo dígole que se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!

CELESTINA.- ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente.

PÁRMENO.- ¡No me hinches las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te puedas quejar!

CELESTINA.- ¡Elicia, Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá, allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí creído, jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la posada, no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».

SEMPRONIO.- ¡Oh vieja avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de lo ganado?

CELESTINA.- ¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.

SEMPRONIO.- Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.

ELICIA.- Mete, por Dios, el espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.

CELESTINA.- ¡Justicia, justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!

SEMPRONIO.- ¿Rufianes o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.

CELESTINA.- ¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!

PÁRMENO.- Dale, dale. Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.

CELESTINA.- ¡Confesión!

ACTO XIV

MELIBEA.- Es tu sierva, es tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima. ¡Oh mi señor!, no saltes de tan alto, que me moriré en verlo; baja, baja poco a poco por el escala; no vengas con tanta presura.

CALISTO.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh preciosa perla ante quien el mundo es feo! ¡Oh mi señora y mi gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación de placer que me hace no sentir todo el gozo que poseo.

MELIBEA.- Señor mío, pues me fié en tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia. No quieras perderme por tan breve deleite y en tan poco espacio, que las mal hechas cosas, después de cometidas, más presto se pueden reprehender que enmendar. Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona; no pidas ni tomes aquello que, tomado, no será en tu mano volver. Guarte, señor, de dañar lo que con todos tesoros del mundo no se restaura.

CALISTO.- Señora, pues por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿qué sería, cuando me la diesen, desecharla? Ni tú, señora, me lo mandaras, ni yo lo podría acabar conmigo. No me pidas tal cobardía. No es hacer tal cosa de ninguno que hombre sea, mayormente amando como yo. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?

MELIBEA.- Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden. Está quedo, señor mío. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es propio fruto de amadores; no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo.

CALISTO.- ¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de tocar tu ropa con su indignidad y poco merecer. Ahora gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.

MELIBEA.- Apártate allá, Lucrecia.

CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.

MELIBEA.- Yo no los quiero de mi yerro. Si pensara que tan desmesuradamente te habías de haber conmigo, no fiara mi persona de tu cruel conversación.

SOSIA.- Tristán, bien oyes lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio?

TRISTÁN.- Oigo tanto que juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació, y por mi vida que, aunque soy muchacho, que diese tan buena cuenta como mi amo.

SOSIA.- Para con tal joya quienquiera se tendría manos, pero con su pan se la coma, que bien caro le cuesta: dos mozos entraron en la salsa de estos amores.

TRISTÁN.- Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a ruines, haced locuras en confianza de su defensión! Viviendo con el Conde que no matase al hombre, me daba mi madre por consejo. Veslos a ellos alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua degollados.

MELIBEA.- ¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite? ¡Oh pecadora de ti! Mi madre, si de tal cosa fueses sabedora, ¡cómo tomarías de grado tu muerte y me la darías a mí por fuerza! ¡Cómo serías cruel verdugo de tu propia sangre! ¡Cómo sería yo fin quejosa de tus días! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y lugar a quebrantar tu casa! ¡Oh traidora de mí, cómo no miré primero el gran yerro que se seguía de tu entrada, el gran peligro que esperaba!

ACTO XIX

 

CALISTO.- Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.

 

MELIBEA.- Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.

 

SOSIA.- ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!

 

CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.

 

MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

 

CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.

 

SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venís por lana.

 

CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.

 

MELIBEA.- ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

 

TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.

 

CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

 

TRISTÁN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.

 

SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!

 

LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

 

MELIBEA.- ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mí!

 

TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!

 

MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir. 

ACTO XX

PLEBERIO.- Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?

MELIBEA.- Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo.

ACTO XXI

PLEBERIO.- ¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle, por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré hecha pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes que venís a mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes días me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio?

 

GARCILASO

SONETO V

Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma mismo os quiero.

Cuando tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.

CANCIÓN I (INIICIO)

Si a la región desierta, inhabitable,
por el hervor del sol demasïado
y sequedad d’aquella arena ardiente,
o a la que por el hielo congelado
y rigurosa nieve es intractable,
del todo inhabitada de la gente,
por algún accidente
o caso de fortuna desastrada,
me fuésedes llevada,
y supiese que allá vuestra dureza
estaba en su crüeza,
allá os iria a buscar, como perdido,
hasta morir a vuestros pies tendido.

CANCIÓN III (INICIO)

Con un manso rüido
d’agua corriente y clara
cerca el Danubio una isla que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara
quien, como estó yo agora, no estuviera:
do siempre primavera
parece en la verdura
sembrada de las flores;
hacen los ruiseñores
renovar el placer o la tristura
con sus blandas querellas,
que nunca, día ni noche, cesan dellas.

          Aquí estuve yo puesto,
o por mejor decillo,
preso y forzado y solo en tierra ajena;
bien pueden hacer esto
en quien puede sufrillo
y en quien él a sí mismo se condena.
Tengo sola una pena,
si muero desterrado
y en tanta desventura:
que piensen por ventura
que juntos tantos males me han llevado,
y sé yo bien que muero
por solo aquello que morir espero.

SONETO XXV

¡Oh hado ejecutivo en mis dolores,
cómo sentí tus leyes rigurosas!
Cortaste el árbol con manos dañosas,
y esparciste por tierra fruta y flores.

En poco espacio yacen los amores,
y toda la esperanza de mis cosas
tornados en cenizas desdeñosas,
y sordas a mis quejas y clamores.

Las lágrimas que en esta sepultura
se vierten hoy en día y se vertieron,
recibe, aunque sin fruto allá te sean,

hasta que aquella eterna noche oscura
me cierre aquestos ojos que te vieron,
dejándome con otros que te vean.

SONETO X

¡Oh dulces prendas, por mí mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería,
Juntas estáis en la memoria mía,
y con ella en mi muerte conjuradas!

¿Quién me dijera, cuando las pasadas
horas que en tanto bien por vos me vía,
que me habiáis de ser en algún día
con tan grave dolor representadas?

Pues en una hora junto me llevastes
todo el bien que por términos me distes,
lleváme junto el mal que me dejastes;

si no, sospecharé que me pusistes
en tantos bienes, porque deseastes
verme morir entre memorias tristes.

SONETO XXIII

 

En tanto que de rosa y de azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.

 

EGLOGA III (FRAGMENTOS)

Dinámene no menos artificio
mostraba en la labor que había tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar luego le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido.
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta de oro.

Dafne con el cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corria
por áspero camino, tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía que,
porque ella templase el movimiento,
con menos ligereza la segura.
El va siguiendo, y ella huye
como quien siente al pecho el odioso plomo.

Mas a la fin los brazos le crecían,
y en sendos ramos vueltos se mostraban.
Y los cabellos. que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces se extendían
los blancos pies, y en tierra se hincaban;
llora el amante, y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.

—————————————————————
La blanca Nise no tomó a destajo
de los pasados casos la memoria
y en la labor de su sutil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
lo figuró en la parte donde él baña
la más felice tierra de la España.

Pintado el caudaloso río se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía
con ímpetu corriendo y con ruido;
querer cercallo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que había hecho.

Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada
aquella ilustre y clara pesadumbre
de antiguos edificios adornada.
De allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada,
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.

En la hermosa tela se veían
entretejidas las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta, que lloraban,

Todas con el cabello desparcido
lloraban una ninfa delicada,
cuya vida mostraba que había sido
antes de tiempo y casi en flor cortada.
Cerca del agua en el lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada,
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde.

Una de aquellas diosas, que en belleza,
al parecer, a todas excedía,
mostrando en el semblante la tristeza
que del funesto y triste caso había
apartado algún tanto, en la corteza
de un álamo estas letras escribía
como epitafio de la ninfa bella,
que hablaban así por parte de ella.

«Elisa soy, en cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso,
y llama ¡Elisa!… ¡Elisa! a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío.»

En fin en esta tela artificiosa
toda la historia estaba figurada,
que en aquella ribera deleitosa
de Nemoroso fue tan celebrada;
porque de todo aquesto y cada cosa
estaba Nise ya tan lnformada,
que llorando el pastor, mil veces ella
se enterneció escuchando su querella.

Y porque aqueste lamentable cuento
no sólo entre las selvas se contase,
mas dentro de las ondas sentimiento
con la noticia desto se mostrase,
quiso que de su tela el argumento
la bella ninfa muerta señalase
y así se publicase de uno en uno
por el húmedo reino de Neptuno.

PRÓXIMO COMENTARIO DE TEXTO

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

PRÓXIMO COMENTARIO DE TEXTO (DENTRO DE UNA SEMANA)

De Tisbe y Píramo quiero,

si quisiere mi guitarra,

cantaros la historia, ejemplo

de firmeza y de desgracia.

4

 

28

No sé quién fueron sus padres,

mas bien sé cuál fue su patria,

todos sabéis lo que yo,

y para introducción basta.

8

 

32

Era Tisbe una pintura

hecha en lámina de plata,

un brinco de oro y cristal

de un rubí y dos esmeraldas.

12

 

36

Su cabello eran sortijas,

memorias de oro y del alma;

su frente el color bruñido

que da el Sol hiriendo el nácar.

 

40

La alegría eran sus ojos,

si no eran la esperanza

que viste la primavera

el día de mayor gala.

20

 

 

44

Sus labios la grana fina,

sus dientes las perlas blancas,

porque, como el oro en paño,

guarden las perlas en grana.