DEL RIGOR EN LA CIENCIA

«Del rigor en la ciencia», Jorge Luis Borges
En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes,
libro cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658.

Jorge Luis Borges

1. Haz un resumen del texto e indica el tema.
2. Explica el final del relato.
3. Divide el texto en partes (líneas) indicando su relación.
4. Analiza sintácticamente la siguiente oración: las generaciones siguientes encontraron que ese mapa era inútil.
5. El relato es un cuento. Explica el porqué.
6. Escribe una redacción argumentada (10 líneas) sobre por qué has decidido estudiar bachillerato y a qué piensas dedicarte en el futuro.

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TEATRO DEL ABSURDO

Eugene Ionesco
La cantante calva (fragmento)

» BOMBERO-El resfriado: Mi cuñado tenía, por el lado paterno, un primo carnal uno de cuyos tíos maternos tenía un suegro cuyo abuelo paterno se había casado en segundas nupcias con un joven indígena cuyo hermano había conocido, en uno de sus viajes, a una muchacha de la que se enamoró y con la cual tuvo un hijo que se casó con una farmacéutica intrépida que no era otra que la sobrina de un contramaestre desconocido de la marina británica y cuyo padre adoptivo tenía una tía que hablaba de corrido el español y que era, quizás, una de las nietas de un ingeniero, muerto joven, nieto a su vez de un propietario de viñedos de los que obtenían un vino mediocre, pero que tenía un primo segundo, casero y ayudante, cuyo hijo se había casado con una joven muy guapa, divorciada, cuyo primer marido era hijo de un patriota sincero que había sabido educar en el deseo de hacer fortuna a una de sus hijas, que pudo casarse con un cazador que había conocido a Rothschild y cuyo hermano, después de haber cambiado muchas veces de oficio, se casó y tuvo una hija, cuyo bisabuelo, mezquino, llevaba unas gafas que le había regalado un primo suyo, cuñado de un portugués, hijo natural de un molinero, no demasiado pobre, cuyo hermano de leche tomó por esposa a la hija de un ex médico rural, hermano de leche del hijo de un lechero, hijo natural a su vez de otro médico rural casado tres veces seguidas, cuya tercera mujer…
SR. MARTIN-Conocí a esa tercera mujer, si no me engaño. Comía pollo en un avispero.
EL BOMBERO-No era la misma. »

1. ¿Qué elementos irracionales percibes en este fragmento?
2. ¿Por qué tiene rasgos cómicos?

EL REALISMO MÁGICO

Continuidad de los parques. JULIO CORTÁZAR

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

 

1. Haz un resumen del cuento.

2. Tipo de narrador.

3. Explica el final del relato.

4. ¿Por qué se puede incluir este relato en el Realismo Mágico?

¡Diles que no me maten!
[Cuento. Texto completo]Juan Rulfo
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. -No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

«Y me mató un novillo.

«Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

«Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

«Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

«-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

«Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.»

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. «Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz».

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: «Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos», iba a decirles, pero se quedaba callado. «Más adelantito se los diré», pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

«Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

«Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca».

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

 

1. Haz un resumen del cuento.

2. Tipo de narrador.

3. Explica el final del relato.

LA NOVELA EXPERIMENTAL DE LOS AÑOS SESENTA

MONÓLOGO I

– Ahora que voy sola quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido de este mi camino. Porque aquellas cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos. Así que la mucha especulación nunca carece de buen fruto, que, aunque yo he disimulado con él, podría ser que, si me sintiesen en estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con pena que menor fuese que la vida, o muy amenguada quedase, cuando matar no me quisiesen, manteándome o azotándome cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serían éstas! ¡Ay, cuitada de mí, en qué lazo me he metido, que por me mostrar solícita y esforzada pongo mi persona al tablero! ¿Qué haré, cuitada, mezquina de mí, que ni el salir afuera es provechoso ni la perseverancia carece de peligro? Pues, ¿iré o tornarme he? ¡Oh dudosa y dura perplejidad! ¡No sé cuál escoja por más sano! ¡En el osar, manifiesto peligro; en la cobardía, denostada, perdida! ¿A dónde irá el buey que no are? Cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos. Si con el hurto soy tomada, nunca de muerta o encorozada falto, a bien librar. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? Que todas éstas eran mis fuerzas, saber y esfuerzo, ardid y ofrecimiento, astucia y solicitud. Y su amo Calisto, ¿qué dirá?, ¿qué hará?, ¿qué pensará, sino que hay nuevo engaño en mis pisadas y que yo he descubierto la celada por haber más provecho de estotra parte, como sofística prevaricadora? O si no se le ofrece pensamiento tan odioso, dará voces como loco, dirame en mi cara denuestos rabiosos. Propondrá mil inconvenientes que mi deliberación presta le puso, diciendo: «Tú, puta vieja, ¿por qué acrecentaste mis pasiones con tus promesas? Alcahueta falsa, para todo el mundo tienes pies, para mí lengua; para todos obra, para mí palabras; para todos remedio, para mí pena; para todos esfuerzo, para mí faltó; para todos luz, para mí tiniebla. Pues, vieja traidora, ¿por qué te me ofreciste? Que tu ofrecimiento me puso esperanza; la esperanza dilató mi muerte, sostuvo mi vivir, púsome título de hombre alegre. Pues no habiendo efecto, ni tú carecerás de pena ni yo de triste desesperación». ¡Pues triste yo! ¡Mal acá, mal acullá, pena en ambas partes! Cuando a los extremos falta el medio, arrimarse el hombre al más sano es discreción. Más quiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, que mayor es la vergüenza de quedar por cobarde que la pena, cumpliendo como osada lo que prometí, pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna. Ya veo su puerta. En mayores afrentas me he visto. ¡Esfuerza, esfuerza, Celestina! No desmayes, que nunca faltan rogadores para mitigar las penas. Todos los agüeros se aderezan favorables o yo no sé nada de esta arte. Cuatro hombres que he topado, a los tres llaman Juanes y los dos son cornudos. La primera palabra que oí por la calle fue de achaque de amores. Nunca he tropezado como otras veces. Las piedras parece que se apartan y me hacen lugar que pase. Ni me estorban las haldas ni siento cansancio en andar. Todos me saludan. Ni perro me ha ladrado ni ave negra he visto, tordo ni cuervo ni otras nocturnas. Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de Melibea. Prima es de Elicia, no me será contraria.

MONÓLOGO II

“¡Qué fea soy, Dios mío; qué poco valgo! Más que fea, sosa, insignificante; no tengo ni un solo gramo de sal. ¡Si al menos tuviera talento! ; pero ni eso… […]. ¡Vaya que soy desabrida y sin gracia! Mi hermana Luisa valía más; aunque la verdad, tampoco era cosa del otro jueves. Mis ojos no expresan nada; cuanto más, expresan que estoy triste, pero sin decir por qué […]”. 

MONÓLOGO III 

¿Qué se habría creído? Que yo me iba a amolar y a cargar con el crío. Ella, «que es tuyo», «que es tuyo». Y yo ya sabía que había estao con otros. Aunque fuera mío. ¿Y qué? Como si no hubiera estao con otros. Ya sabía yo que había estao con otros. Y ella, que era para mí, que era mío. Se lo tenía creído desde que le pinché al Guapo. Estaba el Guapo como si tal. Todos le tenían miedo. Yo también sin la navaja. Sabía que ella andaba conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis. […]Y luego «que es tuyo», «que es tuyo». Ya sé yo que es mío. Pero a mí qué. Me voy a amolar y a cargar con el crío. […] ¿Qué se habrá creído? Todo porque le pinché al Guapo se lo tenía creído».

 

 

1. Compara los tres monólogos e indica algunas diferencias.

2. Haz un resumen del último monólogo.

3. ¿Qué  monólogo se puede considerar corriente de conciencia?

4. Indica la variedad y subvariedad lingüística a la que pertenece el último monólogo.

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

RAYUELA. JULIO CORTÁZAR

1. Tema del texto.

Capítulo 7

    Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

     Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

RAYUELA. J. CORTÁZAR

Capítulo 34

 

En setiembre del 80, pocos meses después del
Y las cosas que lee, una novela, mal escrita,
fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los
para colmo una edición infecta, uno se pregunta
negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez
cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha
tan acreditada como la mía; realicé los créditos que
pasado horas enteras devorando esta sopa fría y de-
pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus
sabrida, tantas otras lecturas increíbles, Elle y Fran-
existencias, y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo
ce Soir, los tristes magazines que le prestaba Babs.
carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán
Y me fui a vivir a Madrid, me imagino que después
y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me
de tragarse cinco o seis páginas uno acaba por en-
resistí a ello por no perder mi independencia. Por
granar y ya no puede dejar de leer, un poco como
fin supe hallar un término de conciliación, combi-
no se puede dejar de dormir o de mear, servidum-
nando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo
bres o látigos o babas. Por fin supe hallar un tér-
de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a
mino de conciliación, una lengua hecha de frases
su vivienda, me puse en la situación más propia para
preacuñadas para transmitir ideas archipodridas, las
estar solo cuando quisiese o gozar del calor de
monedas de mano en mano, de generación degenera-
familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen la
ción, te voilà en pleine écholalie. Gozar del calor de
señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha
la familia, ésa es buena, joder si es buena. Ah Ma-
construido donde antes estuvo el Pósito. El cuarto
ga, cómo podías tragar esta sopa fría, y qué diablos
de mi tío era un principal de dieciocho mil reales,
es el Pósito, che. Cuántas horas leyendo estas cosas,
hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tan-
probablemente convencida de que eran la vida, y te-
ta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que
nías razón, son la vida, por eso habría que acabar
el principal, pero sobradamente espacioso para mí
con ellas. (El principal, qué es eso.) Y algunas tardes
solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las
cuando me había dado por recorrer vitrina por vitri-
comodidades a que estaba acostumbrado. Mi fortu-
na toda la sección egipcia del Louvre, y volvía deseo-
na, gracias a Dios, me lo permitía con exceso.

so de mate y de pan con dulce, te encontraba pega-
Mis primeras impresiones fueron de grata sor-
da a la ventana, con un novelón espantoso en la
presa en lo referente al aspecto de Madrid, donde
mano y a veces hasta llorando, sí, no lo niegues,

1. Explica la técnica empleada en el capítulo de esta novela.

ANTOLOGÍA POÉTICA POSTERIOR A LA GUERRA

LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.

GABRIEL CELAYA

A LA INMENSA MAYORÍA

Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos su versos.

Así es, así fue. Salió una noche
echando espuma por los ojos, ebrio
de amor, huyendo sin saber adónde:
a donde el aire no apestase a muerto.

Tiendas de paz, brizados pabellones,
eran sus brazos, como llama al viento;
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.

¡Aquí! ¡Llegad! ¡Ay! Ángeles atroces
en vuelo horizontal cruzan el cielo;
horribles peces de metal recorren
las espaldas del mar, de puerto a puerto.

Yo doy todos mis versos por un hombre
en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,
mi última voluntad. Bilbao, a once
de abril, cincuenta y uno.
Blas de Otero

PIDO LA PAZ Y LA PALABRA

CANCIÓN CINCO

Por los puentes de Zamora,
sola y lenta, iba mi alma.

No por el puente de hierro,
el de piedra es el que amaba.

A ratos miraba al cielo,
a ratos miraba al agua.

Por los puentes de Zamora,
sola y lenta, iba mi alma.

Blas de Otero

Don de la ebriedad

Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!

Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

CLAUDIO RODRÍGUEZ. DON DE LA EBRIEDAD

VIDA

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

JOSÉ HIERRO. CUADERNOS DE NUEVA YORK

Canción para Billie Holiday

Y la muerte
nadie la oía
pero hablaba muy cerca del micrófono

Con careta antigás daba un beso a los niños

Lady Day las gaviotas heridas vuelven a la luz del puerto
Extraña fruta en el aire el crepúsculo se ausenta
Con una espada con un guante con una bola de cristal
la pecera magnética la cueva del pasado el submarino bajo las
mareas que fulgen
Lady Day cuánto amor en una juventud cuántos errores
cuántas tardes hablando qué deseo qué eléctricos
jazmines
cuántos cow-boys muertos como trovadores la sonrisa en los
labios que se tiñen de sangre
los gritos en las calles las manifestaciones disueltas bajo el
arco voltaico del poniente y los lóbregos edificios
irreales
Lady Day el amor como una libélula
cazador de libélulas
Lady Day qué despacio nos viene la experiencia todo cobra un
sentido se ordena como el paisaje en los ojos cuando
recién despiertos corremos las persianas
o intentamos ordenar las palabras de un
poema
Lady Day
Animales heridos en el bosque nuestros ojos qué piden qué
desean
qué desea esta voz en el viento de otoño un lebrel o su presa
disueltos en la fría oscuridad del tiempo
escamoteados como naipes de una baraja los años de nuestra
juventud
Con dos vueltas de llave cerraron la cocina
No nos dan mermelada ni pastel de cereza
ni el amor ni la muerte extraña fruta que deja un sabor ácido.

«Extraña fruta y otros poemas» 1968 – 1969

Arde el mar

Oh ser un capitán de quince años
viejo lobo marino las velas desplegadas
las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas
las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo
las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el
cielo de zinc
los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo
en las aguas con sordo estampido
el humo en los cafetines
Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara
los relatos de pulpos serpientes y ballenas
de oro enterrado y de filibusteros
Un mascarón de proa el viejo dios Neptuno
Una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar
bajo los cocoteros

PERE GIMFERRER

ANTOLOGÍA DE LA GENERACIÓN DEL 27

LA AURORA DE GARCÍA LORCA

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de cieno

y un huracán de negras palomas

que chapotean las aguas podridas.

 

La aurora de Nueva York gime

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardos de angustia dibujada.

 

La aurora llega y nadie la recibe en su boca

porque allí no hay mañana ni esperanza posible.

A veces las monedas en enjambres furiosos

taladran y devoran abandonados niños.

 

Los primeros que salen comprenden con sus huesos

que no habrá paraíso ni amores deshojados;

saben que van al cieno de números y leyes,

a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

 

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

  1. Este poema es un ejemplo de Vanguardia: ¿explica por qué?
  2. Busca ejemplos de visión en el poema.

Marinero en tierra

… Y ya estarán los esteros
rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser, salineros,
granito del salinar!
¡Qué bien, a la madrugada,
correr en las vagonetas,
llenas de nieve salada,
hacia las blancas casetas!
¡Dejo de ser marinero,
madre, por ser salinero!
*
Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.
¡Oh mi voz condecorada
con la insignia marinera:
sobre el corazón un ancla
y sobre el ancla una estrella
y sobre la estrella el viento
y sobre el viento la vela!
RAFAEL ABERTI MARINERO EN TIERRA

SE QUERÍAN

Se querían.
Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.

Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando…
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Vicente Aleixandre. La destrucción o el amor.

De profundis
Si vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os
/inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción
/quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer
/de amor al príncipe,
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro
/del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo
/de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también
/la podredumbre,
mírame,
yo soy el orujo exprimido en el año de la mala
/cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que
/nadie compra,
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas
/de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
HIJOS DE LA IRA. DÁMASO ALONSO

En la muerte de José de Ciria y Escalante
Quién dirá que te vio, y en qué momento?
¡Qué dolor de penumbra iluminada!
Dos voces suenan: el reloj y el viento,
mientras flota sin ti la madrugada.
Un delirio de nardo ceniciento
invade tu cabeza delicada.
¡Hombre! ¡Pasión! ¡Dolor de luz! Memento.
Vuelve hecho luna y corazón de nada.
Vuelve hecho luna: con mi propia mano
lanzaré tu manzana sobre el río
turbio de rojos peces de verano.
Y tú arriba, en lo alto, verde y frío,
¡olvídate! Y olvida al mundo vano,
delicado Giocondo, amigo mío.
FEDERICO GARCÍA LORCA

ROMANCE DEL DUERO

Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.

Indiferente o cobarde
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.

Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.

Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.

Quien pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.

Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,

sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.

Gerardo Diego.

LA SANGRE DERRAMADA

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga, 
que no quiero ver la sangre 
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par. 
Caballo de nubes quietas, 
y la plaza gris del sueño 
con sauces en las barreras. 
¡Que no quiero verla! 
Que mi recuerdo se quema. 
¡Avisad a los jazmines 
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo 
pasaba su triste lengua 
sobre un hocico de sangres 
derramadas en la arena, 
y los toros de Guisando, 
casi muerte y casi piedra, 
mugieron como dos siglos 
hartos de pisar la tierra. 
No. 
¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio 
con toda su muerte a cuestas. 
Buscaba el amanecer, 
y el amanecer no era. 
Busca su perfil seguro, 
y el sueño lo desorienta. 
Buscaba su hermoso cuerpo 
y encontró su sangre abierta.

¡No me digáis que la vea! 
No quiero sentir el chorro 
cada vez con menos fuerza; 
ese chorro que ilumina 
los tendidos y se vuelca 
sobre la pana y el cuero 
de muchedumbre sedienta. 
¡Quién me grita que me asome! 
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos 
cuando vio los cuernos cerca, 
pero las madres terribles 
levantaron la cabeza. 
Y a través de las ganaderías, 
hubo un aire de voces secretas 
que gritaban a toros celestes, 
mayorales de pálida niebla. 
No hubo príncipe en Sevilla 
que comparársele pueda, 
ni espada como su espada 
ni corazón tan de veras. 
Como un río de leones 
su maravillosa fuerza, 
y como un torso de mármol 
su dibujada prudencia. 
Aire de Roma andaluza 
le doraba la cabeza 
donde su risa era un nardo 
de sal y de inteligencia. 
¡Qué gran torero en la plaza! 
¡Qué buen serrano en la sierra! 
¡Qué blando con las espigas! 
¡Qué duro con las espuelas! 
¡Qué tierno con el rocío! 
¡Qué deslumbrante en la feria! 
¡Qué tremendo con las últimas 
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin. 
Ya los musgos y la hierba 
abren con dedos seguros 
la flor de su calavera 
Y su sangre ya viene cantando: 
cantando por marismas y praderas, 
resbalando por cuernos ateridos, 
vacilando sin alma por la niebla, 
tropezando con miles de pezuñas 
como una larga, oscura, triste lengua 
para formar un charco de agonía 
junto al Guadalquivir de las estrellas. 
¡Oh blanco muro de España! 
¡Oh negro toro de pena! 
¡Oh sangre dura de Ignacio! 
¡Oh ruiseñor de sus venas! 
No.

¡Que no quiero verla! 
Que no hay cáliz que la contenga, 
que no hay golondrinas que se la beban, 
no hay escarcha de luz que la enfríe, 
no hay canto ni diluvio de azucenas, 
no hay cristal que la cubra de plata. 
No. 
¡¡Yo no quiero verla!!

LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS

GUÍA DE LECTURA DE HISTORIA DE UNA ESCALERA

ANTONIO BUERO VALLEJO, HISTORIA DE UNA ESCALERA

guía de lectura

I) la obra y su contexto.

La producción literaria del periodo posterior a la Guerra Civil española se caracteriza

por el abandono de los contenidos críticos, la vuelta a las formas tradicionales -sobre todo en

poesía- y el recurso a una temática al margen de la historia.

Tres obras, correspondientes a los tres géneros, irrumpen de improviso en el mundo

literario de la posguerra:

La familia de Pascual Duarte

, de Camilo José Cela (1942)

Hijos de la ira

, de Dámaso Alonso (1944)

Historia de una escalera

Así se inicia en prosa, poesía y teatro un nuevo camino que conducirá al realismo

social de la segunda mitad de los años cincuenta.

En la primera década de la posguerra española, el panorama teatral es desolador. El

público da su favor a un teatro desenfadado y amable. Prolongan su presencia en los

escenarios los comediógrafos de las décadas anteriores: Benavente, Arniches, los Álvarez

Quintero… En líneas generales, predomina un teatro ideológicamente conservador.

Por otra parte, se produce, sin embargo, la explosión de una nueva corriente teatral,

el humor de vanguardia, relacionado con el humor de la revista

representantes son Mihura, Jardiel Poncela, Tono y Edgar Neville.

La crítica señala que con

realista. Los integrantes de este grupo toman conciencia de la realidad circundante y ofrecen

una serie de novedades por el hecho de alejarse del teatro de evasión hasta entonces

imperante en el panorama teatral español. Aunque las formas estéticas de estos autores no

presentan una marcada uniformidad, todos tienen en común su inconformismo.

La corriente realista abarca un amplio periodo, que se extiende desde finales de los

cuarenta hasta los últimos años de los sesenta, en dos fases:

– Una primera fase, localizable en los años cincuenta, representada por Buero Vallejo

y Alfonso Sastre.

– Una segunda fase, centrada en la década siguiente, protagonizada principalmente

por los nuevos autores: Lauro Olmo, Mauro Muñiz, José María Rodríguez Méndez, Ricardo

Rodríguez Buded, José Martín Recuerda,…

, de A. Buero Vallejo (1949)La Codorniz, cuyosHistoria de una escalera surge la llamada generación

2

Buero y Sastre adoptan en cierta medida el papel de mentores de los autores

siguientes, a pesar de que entre ellos existan diferencias en cuanto a la función que

desarrollan.

Buena parte de la labor de este grupo fue silenciada y, sus efectos renovadores se

vieron por tanto, truncados o, cuando menos, atenuados al no llegar la mayoría de sus obras

al escenario. Y cuando en épocas de mayor permisividad o una vez restauradas las

libertades – a partir de 1975- ese teatro podía ser representado sin problemas de censura,

estaba ya desfasado, por sus temas y por sus planteamientos dramáticos.

II)

guía para el comentario.

1.

2. Organización de la obra:

2a. Estructura externa:

tradicional de presentación-nudo-desenlace?

2b. Estructura interna. Indica qué hechos constituyen la acción dramática en los tres

actos.

2c. La obra está construida sobre una red de repeticiones que le confieren unidad.

)Qué significa el título de la obra?)En cuántos actos se divide? )Corresponden al esquema

)

3. Temática de la obra:

3a. El tema central de esta obra es la frustración de los protagonistas, hasta el punto

de que se la ha definido como

de algo que se esperaba.

cumplida?

3b.

personajes?

3c. La falta de sinceridad en el amor es uno de los componentes fundamentales de la

obra y una de las causas del fracaso de los protagonistas. Comenta lo que sucede en las

relaciones amorosas de éstos.

3d.

(encadenamiento necesario de los sucesos contra el cual el hombre nada puede hacer) o

actúan con libertad en sus vidas?

4. Haz un cuadro con la distribución de los vecinos de

puertas durante los tres actos.

5.

Cuáles son esas repeticiones?Adrama de frustración@. La frustración responde a la privación)Quiénes son los personajes frustrados y qué ilusión no han visto)Cuales son, a tu entender, las causas del fracaso y la frustración de los)Crees que los personajes son víctimas de la fatalidad del destinoHistoria de una escalera en las cuatro)

Romance sonámbulo

Lee este poema y contesta las siguientes preguntas:

1. Analiza métricamente  los primeros ocho versos y su rima.

2. Los romances de Lorca son poemas líricos, dramáticos y narrativos. Intenta hacer un breve resumen del argumento narrativo de este poema e indica el tipo de narrador.

3. En el texto se mezclan elementos tradicionales y vanguardistas. Busca dos ejemplos de metáforas y un ejemplo de visión.

4. El segundo poema es un romance del Duque de Rivas. Tienen en común el hecho de ser ambos un romance, pero ¿encuentras también similitudes en el argumento? Di cuáles.

LORCA

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.

              *

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde…?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

              *

Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

              *

Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.

              *

Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

              *

Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche su puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

2 de agosto de 1924

Federico García Lorca

 

La vuelta deseada

I

     Entre aquellos olivares    
  que Torreblanca domina    
  y ciñen de un lado y otro    
  el camino de Sevilla,    
      por un atajo atraviesa,    
  para llegar más de prisa,    
  una carretela verde    
  con una gran baca encima;    
      toda cubierta de barro,    
  tableros, muelles y viga,    
  de barro seco y reciente    
  y de tierras muy distintas.    
      Cuatro andaluces caballos,    
  que en torno lodo salpican,    
  en humo y sudor envueltos    
  de ella presurosos tiran;    
      y del postillón las voces    
  con que los nombra y anima,    
  del látigo los chasquidos    
  que los acosan y hostigan,    
      el son de los cascabeles,    
  y el de las ruedas que giran    
  rápidas, tras sí dejando    
  dos huellas no interrumpidas,    
      forman estruendo confuso,    
  y que viene posta avisan    
  a los carros y arrïeros,    
  que hacia un lado se desvían.    
      Dentro de la carretela    
  un hombre aún joven camina,    
  que revuelve a todos lados    
  la desencajada vista.    
      Es Vargas: alegre torna    
  de su patria a las delicias    
  después de vagar seis años    
  emigrado en otros climas.    
      Antiguos amigos halla    
  en cuantos objetos mira,    
  y en árboles, tapias, lindes,    
  dulces memorias antiguas:    
      lo pasado y lo presente    
  anudando va, y delira    
  entre esperanzas risueñas    
  y entre ya pasadas dichas.    

      Trastornos, persecuciones,    
  desventuras, injusticias,    
  en sus más floridos años    
  lo arrancaron de Sevilla,    
      abandonando riquezas,    
  honores, nombre y familia,    
  y dejándose allí el alma    
  en el pecho de Jacinta.    
      Jacinta, encanto y adorno    
  de toda la Andalucía;    
  y por sus luengas pestañas,    
  por su apacible sonrisa,    
      por los graciosos hoyuelos    
  que avaloran sus mejillas,    
  por su cuerpo primoroso    
  y por sus formas divinas,    
      por su gracia y su talento    
  y su modestia expresiva,    
  el hechizo de los hombres,    
  de las mujeres la envidia.    
      Diez y seis años contaba    
  cuando Vargas, ¡alta dicha!,    
  logró conmover su pecho    
  y agitar su alma sencilla,    
      al par que el amable joven    
  ardió en la pasión más viva,    
  al mirar a una doncella    
  tan inocente y tan linda.    
      En sus puros corazones    
  creció desde la hora misma,    
  y el trato y correspondencia    
  acrecentó en pocos días,    
      un primer amor de aquellos    
  que las estrellas combinan,    
  amor que de dos personas    
  el Destino eterno fija.    
      En los lazos de himeneo    
  a unirse dichosos iban,    
  con el aplauso felice    
  de sus contentas familias,    
      cuando se alzó tronadora    
  la borrasca embravecida,    
  que, ¡infelices!, confundiolos    
  del infortunio en la sima.    

      Seis años, ¡oh cuán eternos!,    
  Vargas por tierras distintas    
  huyó infelice, luchando    
  del Destino con las iras,    
      sin encontrar de consuelo    
  ni de esperanza mezquina,    
  un solo sueño de noche,    
  un solo rayo de día.    
      Las extranjeras beldades    
  estatuas le parecían;    
  las ciudades opulentas    
  que el orbe orgulloso admira,    
      desiertos… ¡Ay!, pero puede    
  feliz llamarse en sus cuitas,    
  venturoso en su destierro,    
  fortunado en sus desdichas.    
      Creció el amor con la ausencia    
  en el pecho de Jacinta,    
  que la distancia y el tiempo    
  al que es verdadero afirman.    
      De cuando en cuando se cruzan    
  papeles que lo acreditan,    
  cartas trazadas con llanto,    
  cartas con el alma escritas.    

II

     Todo en el mundo es mudable,    
  ni el bien ni el mal son eternos:    
  La apacible primavera    
  sigue al rigoroso invierno;    
      a la oscura noche el día,    
  y a la borrasca, que al cielo    
  empañó con densas nubes    
  y asustó con rudos truenos,    
      la calma serena y pura.    
  Así suelen a los tiempos    
  de desventuras y llantos,    
  seguir de paz y consuelo.    
      Del Rhin en la orilla helada,    
  abrumado de sí mesmo,    
  Vargas proscripto gemía,    
  su fortuna maldiciendo,    
      cuando noticias recibe    
  de que la patria le ha abierto    
  las puertas… Júzgalo absorto    
  ilusión de su deseo;    
      mas Jacinta se lo escribe,    
  y cuanto ella dice, es cierto.    
  Otra carta… de la madre    
  de Jacinta… que al momento    
      vuele a Sevilla, le ruega,    
  en donde dará Himeneo,    
  el día de su llegada,    
  a tan constante amor premio.    

      No la paloma, que presa    
  llora en doloroso encierro,    
  si acaso un resquicio mira,    
  tiende apresurado el vuelo    
      hacia el palomar y nido,    
  en donde vio el sol primero;    
  ni el torrente, a quien contuvo    
  el malecón interpuesto,    
      en cuanto lo encuentra roto,    
  se arroja a su antiguo lecho,    
  y por él se precipita    
  hacia la mar, que es su centro,    
      tan veloces como Vargas;    
  corre, sin tomar resuello,    
  a Sevilla: los instantes    
  son para él siglos eternos.    
      Montes, llanuras, ciudades,    
  ríos, Estados diversos    
  atrás deja, y los caballos    
  de tardos acusa y lentos.    
      Ya salva las altas cumbres    
  del nevado Pirineo,    
  y entra en España; ya escucha    
  la lengua de sus abuelos…    
      ¿Qué importa? Ni un solo instante    
  retarda su raudo vuelo.    
  Halla a cada paso amigos,    
  halla intereses y deudos:    
      No se para, corre, corre,    
  que tiene en Sevilla puesto    
  su afán, y hasta que descubra    
  la Giralda, no hay sosiego.    

      Apenas ha quince días    
  que en las márgenes del Reno    
  de su Jacinta la carta    
  leyó, juzgándolo sueño,    
      y los caños de Carmona    
  ve a su siniestra creciendo,    
  y al frente la antigua puerta,    
  para él la puerta del cielo.    
      Cualquiera mujer que mira    
  en mantilla y de paseo,    
  que es Jacinta que le espera,    
  juzga, y le palpita el pecho.    
      Al llegar se desengaña,    
  y en otra que ve más lejos…    
  Jacinta fuera de casa    
  está, sí; sale a su encuentro.    
      Era en punto mediodía:    
  Entra por fin, y molestos    
  los guardas el carruaje    
  detienen corto momento.    
      Los maldice y les da oro,    
  porque le detengan menos:    
  «Corre», al postillón le grita,    
  y torna a marchar de nuevo.    
      Por las retorcidas calles    
  echa pestes y reniegos    
  a cada lenta carreta,    
  a cada corro interpuesto,    
      que a templar el paso obliga    
  de los caballos ligeros,    
  y anheloso a verse llega    
  de la ciudad en el centro.    
      Oye de fúnebres cantos    
  el triste son desde lejos,    
  se aproxima, y por la calle    
  que va a tomar, un entierro    
      pasa. Con hachas de cera,    
  pobres, vestidos de negro,    
  van de dos en dos; los siguen    
  las cofradías; a lento    
      paso un féretro se acerca    
  con una palma y corona    
  de un blanco paño cubierto,    
  de blancas flores… ¡Agüero    
      terrible!, que es de doncella    
  principal y de respeto    
  el funeral le parece…    
  Hierve taciturno el pueblo    
      en derredor. Manda Vargas,    
  turbado con tal encuentro,    
  que tome por otra calle,    
  al postillón. Revolviendo    
      este los caballos, torna    
  por un callejón estrecho,    
  y a la calle ansiada llega    
  después de corto rodeo.    
      Mucha gente en los balcones    
  está, mostrando en sus gestos    
  sorpresa de que en tal día    
  llegue a la casa un viajero.    

      Párase la carretela;    
  la puerta está abierta, yermos    
  el ancho portal y el patio;    
  reina en la casa el silencio.    
      De un salto Vargas se apea,    
  corre a la escalera presto,    
  de ella por un lado y otro    
  de cera advierte un reguero    
      reciente. Veloz la sube,    
  abre la mampara… ¡Cielos!    
  Colgada está la antesala    
  en redor con paños negros.    
      Enlutada una gran mesa    
  mira colocada en medio,    
  y en sus cuatro ángulos arden,    
  sobre cuatro candeleros    
      de plata, cándidas velas    
  consumidas casi: el suelo    
  cubren deshojadas flores,    
  siemprevivas y romero.    
      ¡Dios!… ¡Pobre Vargas! Absorto,    
  sin voz, sin alma, y en hielo    
  convertido, ni respira.    
  Ojos cual los de un espectro    
      gira en derredor; se ahoga    
  sin respiración su pecho.    
  Volviendo en sí un corto instante,    
  oye llorar allá dentro;    
      cuando se abre lentamente    
  una puerta que al momento    
  se cierra, y un sacerdote    
  que por ella sale, lleno    
      de lágrimas el semblante    
  (de dar en vano consuelo    
  viene a una madre infelice),    
  queda inmoble a Vargas viendo.    
      Vargas lo mira, y no alienta;    
  mas tras de breve silencio    
  rompe al cabo, y le pregunta    
  con un angustiado esfuerzo:    
      «¿Dónde está?» Quedose helada    
  su lengua. Fáltale aliento    
  al turbado sacerdote,    
  y con agitado aspecto    
      alza el rostro, y levantando    
  la diestra, señala al cielo.    
  Vargas le comprende; arroja    
  un alarido de infierno;    
      huye veloz, la escalera    
  baja delirante, ciego,    
  nada ve, corre cual loco    
  por las calles, y muy presto    
      desaparece. En Sevilla    
  la noticia cunde luego    
  de su llegada; le buscan    
  sus amigos y sus deudos.    
      Todo, todo en vano; algunos    
  dan señas de que le vieron    
  junto a la Torre del Oro,    
  cuando el sol ya estaba puesto.    

      En un remanso, que forma    
  el Guadalquivir, no lejos    
  de Guelves, a las dos noches    
  unos pescadores vieron,    
      a la luz de escasa luna,    
  de un joven ahogado el cuerpo,    
  vestido aún. Procuraron    
  compasivos recogerlo;    
      pero al llegar con la barca,    
  y al agitar con los remos    
  el agua, veloz corriente    
  llevó el cadáver. Suspensos    
      siguiéronlo un corto rato    
  con los ojos, y muy presto    
  fue leve punto en las aguas,    
  y de vista lo perdieron.    

PASO DE LAS ACEITUNAS DE LOPE DE RUEDA

ENTREMÉS

LAS ACEITUNAS
PASO

PERSONAS.

TORUVIO, simple , viejo.
ÁGUEDA DE TORUÉGANO, su mujer.
MENCIGÜELA, su hija.
ALOJA, vecino.


Calle de un lugar.

Toruvio: ¡Válgame Dios, y qué tempestad ha hecho del monte acá, que no parecia sino que el cielo se quería hundir y las nubes venir abajo! Pues  qué me tendrá aparejado de comer la señora de mi mujer, así mala rabia la mate. ¿Lo oyes? muchacha, Mencigüela.  Águeda de Toruégano, ¿Lo oyes?

Mencigüela: ¡Jesús, padre! Nos vas a romper las puertas.

Toruvio: Mira qué pico, mira qué pico, ¿ y adónde está tu madre?

Mencigüela: Allá está en casa de la vecina, que le ha ido á ayudar á coser unas madejillas.

Toruvio: Malas madejillas vengan por ella y por ti: anda, y llámala.

Águeda: Ya, ya el de los misterios: ya viene de hacer una ridicula carguilla de leña, que no hay quien se averigüe con él.

Toruvio: Sí, carguilla de leña le parece á la señora: juro al cielo de Dios, que éramos yo y tu ahijado á cargarla, y no podíamos.

Águeda: Ya, enhoramala sea, marido; ¡y qué mojado que vienes!

Toruvio: Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por tu vida  que me des algo que cenar.

Águeda: ¿Yo qué diablos te tengo de dar si no tengo cosa ninguna?

Mencigüela: ¡Jesús, padre, y qué mojada que venía aquella leña!

Toruvio: Sí, después dirá tu madre que no es nada.

Águeda: Corre, muchacha, aderézale un par de huevos para que cene tu padre, y hazle luego la cama: y te aseguro, marido, que nunca te acordaste de plantar aquel renuevo de aceitunas que rogué que plantáses.

Toruvio: ¿Pues en qué me he detenido sino en plantarle como me rogaste?

Águeda: Calla, marido, ¿y adónde lo plantaste?

Toruvio: Allí junto á la higuera breval,adonde si se os acuerda os dí un beso. (cariñoso)

Mencigüela: Padre, bien puede entrar á cenar que ya está preparado todo.

Águeda: Marido, ¿no sabés qué he pensado? Que aquel renuevo de aceitunas que plantaste hoy, que de aquí á seis ó siete años llevará cuatro ó cinco fanegas de aceitunas y que poniendo plantas acá y planta allá de aqui á veinte y cinco ó treinta años tendrás un olivar hecho y derecho.

Toruvio: Eso es la verdad, mujer, que no puede dejar de ser lindo.

Águeda: Mira, marido, ¿sabéi qué he pensado? Que yo cogeré la aceituna, y tú la acarrearéis con el asnillo, y Mencigüela la venderá en la plaza; y mira, muchacha, que te mando que no las des menos el medio kilo de á dos reales castellanos.

Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? ¿No ves que es cargo de conciencia, y nos multará la inspección? Que basta pedir á catorce ó quince dineros por el medio kilo.

Águeda: Calla, marido, que son de la mejores aceitunas.

Toruvio: Pues aunque sea las mejores del mundo, basta pedir lo que tengo dicho.

Águeda: Ahora no me quiebres la cabeza; mira, muchacha, que te mando que no las des a menos el medio kilo de á dos reales castellanos.

Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? Ven acá, muchada, ¿á cómo has de pedir?

Mencigüela: A como quieras, padre.

Toruvio: A catorce o quince dineros.

Mencigüela: Asi lo haré, padre.

Águeda: ¿Cómo así lo haré, padre? Ven acá muchacha, ¿á cómo has de pedir?

Mencigüela: A como lo mandes, madre.

Águeda: A dos reales castellanos.

Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? Yo os prometo que si no haces lo que yo te mando, que te tengo de dar más de doscientos correonazos. ) (al quitarse la correa se le caen los pantalones. se los sube con gran turbación) ¿A cómo has de pedir?

Mencigüela: A como digas tú, padre.

Toruvio: ¡A catorce ó quince dineros!

Mencigüela: Así lo haré, padre.

Águeda: ¿Cómo así lo haré, padre? (Pega a la muchacha) Toma, toma, haz lo que yo te mando.

Toruvio: Deja a la muchacha.

Mencigüela: ¡Ay, madre! ¡Ay, padre! Que me mata.

(Llaman con grandes golpes a la puerta. la madre deja de golpear a la muchacha, que aturdida va a abrir)

Aloja: ¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así a la muchacha?

Águeda: ¡Ay, señor ¡Este mal hombre que me quiere dar las cosas á menos precio, y quiere echar á perder mi casa: unas aceitunas que son como nueces.

Toruvio: Yo juro por los huesos de mi linaje, que no son ni aun como piñones.

Águeda: Sí son.

Toruvio: No son.

Aloja: Ahora, señora vecina, hágame el placer que entrarse allá dentro, que yo lo averiguaré todo.

Águeda: Averigüe, ó cáigase el cielo encima.

Aloja: Señor vecino. ¿Qué son de las aceitunas? Sacadlas acá fuera, que yo las compraré aunque sean veinte fanegas.

Toruvio: Qué, no señor, que no es de esa manera que vuesa merced se piensa, que no están las aceitunas aquí en casa, sino en la finca.

Aloja: Pues traedlas aquí, que yo os las compraré todas al precio que justo fuera.

Mencigüela: A dos reales quiere mi madre que se vendan el medio kilo.

Aloja: Cara cosa es esa.

Toruvio: ¿No le parece á vuesa merced?

Mencigüela: Y mi padre á quince dineros.

Aloja: Tenga yo una muestra de ellas.

Toruvio: Válgame Dios, señor, vuesa merced no me quiere entender. Hoy he plantado yo un renuevo de aceitunas, y dice mi mujer que de aquí á seis ó siete años llevará cuatro o cinco fanegas de aceituna, y que ella la cogería y que yo la acarrease y la muchacha la vendiese, y que á fuerza de derecho había de pedir á dos reales por cada medio kilo; yo que no, y ella que sí, y sobre esto ha sido la discusión.

Aloja: ¡Oh, qué graciosa discusión !Nunca tal se ha visto: las aceitunas no están plantadas, y ha llevado la muchacha tarea sobre ellas ?

Mencigüela: ¿Qué le parece, señor? (Se pone a llorar).

Toruvio: No llores, hija: la mochacha, señor, es como un oro. Déjalo pasar, hija, y ponedme la mesa, que yo te prometo regalarte un vestido de las primeras aceitunas que se vendan.

Aloja: déjalo estar, vecino, éntrese allá dentro, y ten paz con tu mujer.

Toruvio: Adiós, señor. (Se van todos menos Aloja).

Aloja: Vaya por cierto, que cosas vemos en esta vida que ponen espanto. Las aceitunas no están plantadas y ya las hemos visto reñidas.

1. Haz un resumen del texto, dividiéndolo en planteamiento, nudo y desenlace.

2. Indica los personajes que aparecen y su papel en la obra.

3. Explica dos o tres elementos cómicos de la obra.